lunes, 16 de junio de 2008

Volver de La Realidad

El viernes pasado participé en una reunión de viajeros del mundo. La organizadora pidió que lleváramos fotografías de nuestros viajes. Jamás he sido afecto de capturar en imágenes testimonio alguno de los lugares que he recorrido: prefiero abandonarme a la eterna reinvención de la memoria: remitirme a las sensaciones que me dejó cada lugar y experiencia.
Sin embargo, participé con ésta carta (disfrazada de crónica), que emborroné hace tiempo y a la que le hice unos ajustes (y agregados) para acercarme más a las emociones que me produjo esa estancia en la selva de la "no guerra".


Volver de La Realidad


Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero...
San Juan de la Cruz


La Realidad (selva Lacandona), Chiapas / junio de 1999

—¿Caso tiene? —pregunta el hombre que sobresale del resto de la comunidad por su gran tamaño.
De su frente gotea el mecapal que sostiene un enorme tablón apenas equilibrado por su espalda. Tiene la mirada fija en los restos de lo que ayer todavía era un poste de luz, y tal es su asombro que parece no incomodarle la carga que lleva a cuestas.
A su lado se inclina un señor redondito y sonriente, apenas vestido con una camiseta azul profundo y pantalones cortos, a levantar los restos de la bombilla.
—Por qué los tiraron… —musita sin el menor asomo de molestia o sorpresa.

Es temprano, pero el calor ya sube, al mismo paso con que se desvanece la niebla del amanecer. Hay un momento de la mañana en que la humedad vuelve insoportable el aire, como si el peso del cielo pudiera sentirse en cada respiración; aunque todavía falta para eso, es más, ni rumor de los convoyes militares.
Se acerca un joven, también sonriente, mucho más pequeño que el hombre acuclillado. Con una sola frase despeja toda duda:
—El comandante Tacho nos ordenó tirarlos.
Valente Guevara, del Comité de Electricistas del SME, separa una caja de los cables que la unen al poste y la levanta a contraluz:
—Espero que no se hayan dañado los sensores... —dice entrecerrando los ojos por la intensidad del sol que, de momento, no hay nube que aligere su fuerza.
—La próxima vez que lo hagan —continúa Valente sin exaltarse—, cuiden de retirar las lámparas primero; son muy caras y no es fácil conseguirlas; el foco, como sea, se funde y se cambia, pero el transformador...
El joven asiente con un leve movimiento de cabeza y continúa su animosa marcha.

Ayer llegaron 7 trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) para continuar con la instalación de una turbina en el río de La Realidad. Este proyecto comenzó por iniciativa de un grupo italiano de solidaridad con Chiapas. Algunos de sus integrantes llevan varios meses en el Campamento Civil por la Paz, de los que hay en varias comunidades zapatistas como Oventic, Morelia o San Juan del Río (a unos minutos de aquí). Los campamentos están conformados por españoles, alemanes, franceses, italianos, daneses, noruegos e incluso mexicanos. Las razones que traen a estas personas a las cañadas de la selva Lacandona son tan variadas como inabarcables: uno puede entrever en sus gestos y miradas una extraña mezcla de esperanza y depresión. No son muy comunicativos. Un aire de desconfianza y reserva domina el ambiente para quienes venimos de fuera y, como consecuencia, lo único natural es el silencio.


Ya me acostumbré a las “reglas” de la comunidad que, por advertencia de don Max (el encargado de recibir a los visitantes), faltar a una de ellas es motivo de expulsión inmediata. Siento como si apenas me las hubiera indicado: “No debe hacer preguntas a los pobladores ni tomar fotografías a menos que se lo autoricemos; no puede salir de la Casa Ejidal hacia otros lugares de la comunidad, con excepción de a la tienda o al río. Si algo le hace falta, avíseme. ¿Trae comida o dinero suficientes?”
Después de aguardar más de quince días, lo que más me sorprende es la energía de este hombre que parece jamás cansarse, así lleguen los visitantes de madrugada, como fue el caso de los electricistas: ahí viene don Max en su bicicleta desde quiénsabedónde y va de vuelta con paquetes, cartas y mensajes que solicitan respuesta inmediata.
—Y una cosa muy importante —advierte don Max mientras encamina a los visitantes hacia la llamada Casa Ejidal—, por ningún motivo, así se lo rueguen, le dé nada a los niños ni deje sus cosas a la vista. Ya hemos tenido problemas de que se han extraviado cámaras, grabadoras y hasta dinero. Les recomiendo que cuando se vayan a bañar, alguien se quede aquí. Traten de no dejar solo.
Y cuando habló en plural se refería al grupo de japoneses que llegaron poco antes y que aún continúan aquí, en espera de respuesta para una entrevista.
Don Max se despide como saludando y, al tiempo que cae la tarde, la luz de su bicicleta se pierde entre el follaje que precede a la montaña.


Volvieron las niñas
—Cómo te llamas —pregunta la que abraza latas vacías, seguida de otras tres que se disputan una lima.
—Mallku —responde el muchacho con un acento apenas perceptible.
—¡¿Marcos?! —repiten sorprendidas.
—No, Mallku... —prolongando la “l” y la “u” para que no quede duda alguna.
—Marcos, pues... —resumen en coro.

Así se siguen, hasta escucharse las aspas de un helicóptero.
Todas las mañanas sobrevuela el pueblito un negro helicóptero artillado tipo Hawk, que supuestamente el gobierno estadounidense otorgó al mexicano para combatir al narcotráfico; pero está vez se detiene más de lo acostumbrado.
—¡Coño, va a descender...! —exclama Pedro Rosado, cineasta español y periodista de la CNN, al tiempo que se monta una cámara al hombro.
Las maniobras de la nave son para despistar la atención de lo que en verdad sucede: tanquetas y camiones militares (30 en total) se detienen justo detrás del Aguascalientes zapatista.
Alguien nos avisa y pide que lleguemos de inmediato, para que los soldados noten que hay personas de otros lugares: testigos que pueden dar fe de un ilícito.
Salimos corriendo y, con el calor del mediodía, de inmediato sudamos a mares.
Llegamos jadeando a donde están aparcados los militares y un cinturón humano de mujeres y hombres embozados, la mayoría con paliacates y uno que otro con pasamontañas, ya custodian el Aguascalientes.
Con este clima, el sólo verlos produce una sensación de asfixia.
Los “campamentistas”, como se les dice aquí en corto a los Observadores Internacionales, preguntan a los soldados por qué se han detenido, y les recuerdan que no pueden hacer paradas en terreno ejidal: “Eso viola la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas...”; pero sus comentarios no reciben siquiera una mirada por respuesta. Con la vista fija en el horizonte los soldados fingen no ver ni oír nada. Los japoneses realizan diversas tomas fotográficas y de video de la caravana verde olivo; los españoles logran ponerle un micrófono enfrente al soldado que encabeza el patrullaje:
—Avería —es la única respuesta.
A lo lejos, en la curva del camino, se distingue a una grúa improvisando “maniobras de rescate” a un carro aparentemente descompuesto. Cada convoy transporta entre 7 y 9 soldados, de los cuales dos o más toman fotografías (o video) a la comunidad, a sus habitantes e incluso a nosotros. Se alejan con lentitud pasmosa.
Una vez ocurrido el incidente, nos percatamos de que el cinturón humano ha desaparecido, así como el helicóptero y los habitantes del pueblo, al igual que la niebla del amanecer: de improviso.
Con las camisas escurriendo sudor, juraríamos que todo ha sido una alucinación colectiva, producto del bochorno selvático; pero las huellas de tanquetas y camiones militares sobre el camino de terracería quedan como algo más que un simple testimonio.

Más tarde nos organizamos para la comida. Los españoles traen frutas y alimentos frescos pero, aunque hemos consumido enlatados las últimas dos semanas (los japoneses y un servidor), no tenemos hambre. El calor, los insectos y este ambiente de incertidumbre no dan cabida a otra sensación que no sea la zozobra. Durante días no he podido pasar de la misma página de este libro y las pocas anotaciones que hago en la libreta termino emborronándolas al siguiente día. Entonces salgo a las banquitas que están a la sombra y el escenario es siempre el mismo: mujeres lavando su ropa en un recodo del río, niños que van y vienen persiguiendo “chuchos” o que se acercan por una galleta; un cielo azul celeste limpísimo que comienza a llenarse de nubarrones conforme se aproxima la tarde y, cuando menos se espera, ya cae un diluvio que no cesa hasta la madrugada.
Y así, apenas iluminados por una que otra veladora sobre la que oscilan nubes de insectos, tratamos de recuperar nuestros sueños.
A veces, suspendidos en nuestras hamacas, comenzamos a hablar de cualquier cosa y salen a relucir en voz alta ideas y planes que nos urge realizar una vez que hayamos partido de estas cañadas.
Intercambiamos chistes y nos entendemos más a señas que con palabras. Supongo que empezamos a comprender esto de vivir en La Realidad.


Semana tercera (tiempo descompuesto)
En el momento en que se fueron los electricistas llegó el comandante Tacho por los japoneses. Uno de ellos se estaba bañando y fui a buscarlo al río mientras el otro preparaba cámaras, baterías, cintas de audio y video.
Cuando le avisé a Mallku que, por fin, ya era hora, salió del agua de un brinco; ni siquiera se puso las botas: salió disparado en pos de la tan esperada entrevista.
Ya habían perdido toda esperanza pues éste era su último día en la comunidad y no tardaba en llegar el chofer que los llevaría de vuelta a Las Margaritas.
Regresaron hasta casi entrada la noche, felices de contentos, tanto, que se olvidaron de levantar lo que habían dejado en la Casa Ejidal. Casi todo era comida; metí las cosas en bolsas y se las entregué a don Max. (Lo mismo pienso hacer cuando salga: dejarle hamaca, bolsa para dormir, cámara y grabadora...)
El centro de atención de la comunidad eran los japoneses. Los niños venían a cada rato a jugar o a platicar con ellos. Norihide, que no hablaba ni papa de español cuando llegó, terminó por entenderles mejor que nadie; incluso aprendió algunas frases en tojolabal.
Mallku (cuyo verdadero nombre es Ota) vivió un tiempo en la Ciudad de México, por eso su español es “muy chilango” (al menos le entendía muy bien a los albures); en su largo tiempo de “espera”, trabajaba en una traducción al japonés de comunicados del EZLN. Dejó unos libros artesanales, preciosos, para la biblioteca del Aguascalientes.

Ahora todo ocurre más despacio.

Días después pasó lo mismo con los españoles: les dieron la entrevista la misma tarde que tenían planeado regresarse. ¿Estrategia para mantener el mayor tiempo posible a los periodistas en la comunidad? A saber, como dicen por acá..., lo cierto es que todo lleva otro tiempo en estas tierras, y relojes y calendarios parecen descompuestos porque nunca encajan con lo que uno espera o se propone. El único reloj permanente es el de la “no guerra”.


De fiesta
Una tarde comenzaron a llegar grupos de personas de comunidades cercanas. Supongo que pasaron la noche en las cabañas del Aguascalientes. A la mañana siguiente se reunieron en la cabaña azulada que hace de Iglesia y cuyo altar ostenta a una Guadalupana, eso sí, con el rostro cubierto por un pasamontañas. De no ser porque se encontraban en misa, hubiera jurado que la tierra se abrió para emitir sus dolores más antiguos, pero matizados por un aire angelical y animoso, como si fuera posible mezclar la dicha y la desgracia en un sólo tono musical. Gracias a sus plegarias descubrí la alegría de estar triste.
Un par de horas después se reunieron en círculo y comenzaron a cuestionarse asuntos cotidianos: cómo resolver la falta de comida, la invasión de tierras por parte del Ejército y la poca producción de café..., entre otros problemas. Mientras tanto, don Max nos pidió a los que estábamos en la Casa Ejidal que lo ayudáramos a levantar las bancas y a remover los sacos de cemento que ahí se guardaban:
—Es que va a haber fiesta...
En cuanto sacamos nuestras cosas, de inmediato entraron un grupo de jóvenes que, entre risas y aspavientos, comenzaron a “armar” una marimba enorme y de gruesos maderos. Instalaron focos y acomodaron sillas pegadas hacia los muros más largos. Apenas atardeció, aparecieron las muchachas en pequeños grupos con sus vestidos de colores intensos y moños colorados. Tomaron asiento y esperaron casi en silencio a que llegaran los muchachos, en grupos más numerosos. De un lado estaban las mujeres y del otro los hombres. Todos cuchicheaban y se lanzaban miradas para luego platicar entre risas, pero sin atreverse a cruzar al otro lado. El ir y venir de miradas tímidas o risueñas parecía contar algo más profundo: el silencio en que han debido permanecer estos pueblos durante siglos pero, aún así, en algo tan simple y cotidiano como el sentirse atraído por alguien más, es notable su forma de resistencia que ha aprendido a “decir callando”. En cuanto comenzaron los primeros acordes, todos se lanzaron al centro con la plena seguridad de quién era su pareja: sin tropiezos ni titubeos. Las canciones se prolongaron durante horas: varias se repitieron sin que nadie mostrara la menor fatiga o disgusto por ello. Mientras tanto, quienes aguardábamos a que terminará el huateque, dormitábamos en las bancas externas de la Casa Ejidal, de la que parecía brotar una luminosa felicidad de entre los pies en movimiento.


Obras incompletas
Hubo un encuentro del Frente Zapatista en el Aguascalientes y, aunque vi algunos rostros conocidos, no me sentí con ánimo para escuchar esas interminables discusiones que no llevan nunca a nada concreto y que, como las brisas de tierra, “sólo dejan a cambio polvo y atroz confusión”.

Lo único que permanece sin cambio es mi anclaje en este libro (Cuadernos en octava. Obras incompletas de Franz Kafka) y la libreta desborda garabatos, tachones y demás balbuceos. Así que durante estos mares de silencio lo único que hago es pensar y pensar hasta que ya no pienso ni recuerdo nada: sólo me dejo llevar por la somnolencia y el zumbido que emiten los insectos. Y no es sueño lo que llega, sino una especie de fiebre que arrebata la conciencia.

Una tarde nublada se aparece el comandante y me avisa que ya se resolvió todo, que ya investigaron: no hay dudas y, por lo tanto, terminó mi arresto. Me puedo ir de la comunidad cuando quiera.

De madrugada emprendo el regreso y parece que todas las cosas se han puesto de acuerdo para que así sea: se acabó la tinta, el papel, las veladoras, comida, baterías para el ‘focador’, las monedas son exactas para el camión de redilas... Entonces, ¿por qué sigo como esperando algo?