sábado, 25 de agosto de 2012

Elvis, ¿en verdad murió como lo narra la "historia oficial"? Aquí los detalles: http://algarabia.com/artes/elvis-esta-vivo/

domingo, 30 de mayo de 2010

Animales que se drogan

por el Dr. Ian Q. Carrington

En Etiopía es harto conocido el relato sobre el descubrimiento del café gracias a las cabras. En el año 300 d.C., en un día caluroso, era común ver a la cabras saltar sobre las rocas, trepar y descender por pendientes imposibles y declives tortuosos. Por lo regular, al ponerse el sol, se quedaban dormidas, pero aquella noche saltaban de forma incontrolable, bailoteando y persiguiéndose entre ellas, mientras sus ojos se movían de forma accidentada en todas direcciones.


Un pastor llamado Kaldi notó que las cabras sólo se detenían para roer las bayas de cierto arbusto y, luego de comerlas, seguían brincando a la luz de la luna. Eso es lo que más llamó su atención: que se comieran las semillas y no las hojas, como hacían con cualquier otra planta. La leyenda dice que Kaldi las probó —a pesar de su amargo sabor— y experimentó la misma euforia de las cabras. Luego comunicó su descubrimiento a los monjes de un templo, quienes pronto las usarían en sus rezos nocturnos.
Esta leyenda confirma el hecho de que el ser humano comenzó a consumir sustancias que alteraran sus sentidos al imitar el comportamiento de los animales: observaban qué comían éstos y ello era garantía de no morir envenenados. Pero no todo cuanto consumen los animales es alimento.


En la Antigüedad se consumían sustancias que alteraran el estado de conciencia, no para «alejarse de la realidad», sino para acercarse más a ella y explicarse, por medio del pensamiento mágico, la naturaleza y el origen del cosmos.


¿Qué significa «droga»?

La palabra «droga», por nuestro contexto sociocultural, de inmediato se asocia al concepto de «adicción» —en el más indulgente de los casos—, «vicio» o incluso «delincuencia organizada». Droga, además de las connotaciones de «deuda», es una palabra de origen oscuro que en castellano parece provenir del norte de Francia. Tal vez proceda de la palabra celta que significa «malo» o «de mala calidad» —bretón: droug, galés: drwg, e irlandés: droch—, que se abría aplicado a las sustancias químicas y a las mercancías ultramarinas en el siglo XV. María Moliner la registró en su diccionario como: «cualquier sustancia que se prepara y vende para cualquier finalidad: usos industriales, para pintar, limpiar, etcétera. Particularmente, cualquier sustancia natural o sintética que se emplea en medicina, especialmente las de acción enérgica». El diccionario de la Real Academia Española adoptó esta acepción con algunas variantes y actualmente también la registra como «actividad o afición obsesiva» y «persona o cosa que desagrada o molesta».
A continuación describiré algunos ejemplos de animales que, sin intervención humana, consumen y frecuentan ciertas plantas u hongos para alterar su estado nervioso y que, lejos de llegar a una conclusión, nos abren un panorama de lo mucho que aún desconocemos de la naturaleza y que apenas es objeto de estudios más detallados por parte de los especialistas en el tema. La mayoría de estas referencias están fundamentadas en las investigaciones del psiquiatra Ronald K. Siegel,[1] que ha realizado un trabajo único en su campo.


El gato volador

El ejemplo más cercano de animales que se drogan, es el de los gatos domésticos. La nébeda (Nepeta cataria), también conocida como «menta de gato», es una hierba muy común que crece en los campos silvestres. Cuando un gato común (Felis domestica) entra en contacto con esta hierba, tiene un comportamiento en cuatro fases: husmea la planta repetidamente —para el olfato humano estas hojas tienen un olor similar al de la hierbabuena—, luego lame o mastica las hojas. A menudo se demora en mirar el cielo con semblante ausente y, de pronto, agita velozmente la cabeza de uno a otro lado. Después frota su hocico y sus mejillas contra la planta y finalmente restriega todo su cuerpo contra la planta; los más sensibles dan ligeros golpes a la planta con sus lomos.
En pruebas de laboratorio, cuando se les ha suministrado extracto de nébeda a los gatos, las reacciones son más intensas: retuercen la cabeza violentamente, salivan en abundancia, muestran síntomas de extrema excitación del sistema nervioso central, así como de excitación sexual. A partir de estos experimentos se ha comentado la hipótesis de que esta hierba fue fundamental en el desarrollo evolutivo de los gatos salvajes para predisponerlos a la actividad sexual: un afrodisiaco natural de primavera. Se ha descubierto que el grado de respuesta que pueda tener un gato a la nébeda se debe a la presencia de un gen, pero como actualmente muchas generaciones de gatos jamás entran en contacto con esta planta, sólo 60% de los gatos responde a sus efectos. Pero aquellos gatos que descubren la planta, la frecuentan a diario. Todos los felinos reaccionan parecido a la planta de la nébeda. Al igual que los gatos domésticos, los jaguares de la selva amazónica se curan con hierbas para vomitar, como la Banisteriopsis cappi,
una planta trepadora que produce «un comportamiento juguetón en quien la consume». Los indígenas del Amazonas imitaron al jaguar y la ingieren para agudizar la sensibilidad de sus sentidos.

Elefantes rosas

No es casualidad que Dumbo —el personaje de Disney que podía volar debido a sus grandes orejas— se pusiera una borrachera paquidérmica al grado de comenzar a ver congéneres de color de rosa, pues los elefantes tienen una inclinación especial hacia el alcohol. En África, los elefantes muestran gran avidez por los frutos de los árboles de distintas familias de palmas (doum, marula, mgongo, palmira). Cuando están maduros, estos frutos tienden a fermentar rápidamente, algunos incluso cuando siguen sujetos al árbol. Luego de que los elefantes han consumido todos los frutos caídos, agitan y golpean los árboles para que caigan más. El proceso de fermentación de este fruto, produce alcohol etílico de 7 grados y se sigue fermentando incluso en el aparato digestivo de quien lo consume. Esta costumbre de los elefantes dista de ser accidental. Una manada de elefantes recorre normalmente una decena de kilómetros al día, pero cuando es la época de maduración de estos frutos —en especial, de la especie Borassus—, los machos adultos pueden separarse de la manada para recorrer hasta 30 kilómetros en un sólo día.
Los elefantes indios de Bengala y los de Indonesia no son excepción: consumen con avidez los frutos del durián (Durio zibethinus).
De hecho, diversas especies buscan este fruto fermentado: monos, orangutanes, «zorros voladores» —una especie de murciélago— e incluso tigres de Sumatra, cuya dieta es carnívora. Se sabe de casos de niños que recogían y transportaban estas frutas y, al ser atacados por un tigre, en lugar de atacar a las personas, se quedaban con el botín etílico. Los elefantes que se sacian de los frutos del durián se tambalean y caen al suelo en estado de letargo. Los simios pierden la coordinación motriz, agitan la cabeza y les fatiga subirse a los árboles. Pero la afición de los elefantes por el alcohol va más allá de consumir sólo frutos. En 1985, en Bengala occidental, una manada de 150 elefantes irrumpió en un laboratorio clandestino en el que se producía alcohol y bebieron grandes cantidades de malta destilada. Como consecuencia de su borrachera, salieron corriendo sin rumbo fijo dejando un saldo de cinco personas muertas, una docena de heridos: siete casas de ladrillos y una veintena de cabañas destruidas. Los elefantes borrachos son muy susceptibles: se asustan con facilidad ante sonidos o movimientos repentinos y esto los vuelve agresivos como reacción defensiva.


Se descarta que las plantas y hongos alucinógenos que consumen algunos animales se deba a una conducta adictiva, porque no conllevan dependencia física ni crisis de abstinencia.

Lluvia de pájaros

A los pájaros se les conoce un caso de «borrachera colectiva» y se da entre los petirrojos americanos en el curso de sus migraciones anuales —en el mes de febrero— cuando se trasladan hacia California. Las primeros registros de este comportamiento datan de la década de los años 30. Bandadas de miles de petirrojos (Turdus migratorius) se posan sobre unos pequeños árboles llamados «acedo de California» (California holly) y se comen los frutos, que los pobladores locales llaman «bayas de Navidad». Durante casi tres semanas, es posible observar una auténtica juerga entre los pájaros, que vuelan desorientados y confundidos. Se ha comprobado que con cinco frutos es suficiente para embriagar a estas aves, pero cada una come más de una treintena. Sin embargo, aún no se sabe cuál es la verdadera reacción que ocasionan estos frutos entre los petirrojos, pues al revisarlos en la autopsia ni los frutos ni el contenido de su estómago muestra signos de fermentación, por lo que el término «borrachera» se usa sólo para describir su estado de euforia. A pesar de su glotonería, los pájaros sobreviven a esta experiencia y continúan su viaje, sin consecuencias notables.

Cabe aclarar que existen muchos casos de la adicción de las aves a ciertas plantas o frutas, como los que sienten especial atracción por las semillas del Papaver somniferum y son un conocido flagelo de las plantaciones de opio. Y se sabe de los gorriones que se introducen en los almacenes para alimentarse sólo de las semillas de cáñamo. Este peculiar alimento parece producir en las aves diversos grados de estimulación y excitación. Varios criadores de aves —de papagayos o canarios— añaden cáñamo en la dieta de sus mascotas para «mejorar su canto» o «aumentar su locuacidad».

Los renos de narices rojas

El bello hongo que aparece en caricaturas o en cuentos para niños —basta recordar las peculiares casitas de los Pitufos—, de sombrero rojo y cubierto de manchas blancas, es el alucinógeno por antonomasia: Amanita muscaria. El origen de su consumo se pierde en la noche de los tiempos y, los datos arqueológicos y etnográficos, han demostrado su difusión por Asia, Europa y América. Este hongo crece bajo árboles de coníferas y abedules y, en los bosques de Rusia, son el manjar de los renos durante el verano. Una vez que lo han ingerido, corren de uno a otro lado sin fin aparente, retuercen la cabeza y se aíslan del rebaño.
Los caribúes de Canadá también frecuentan esta ebriedad fúngica y, al igual que los renos de Rusia, agitan las patas posteriores con torpeza y retuercen su cabeza. Sin embargo, este comportamiento tiene consecuencias para la manada, pues las madres en ese estado dejan a las crías sin protección, a merced de los depredadores. Varios animales consumen hongos, por lo general, de los géneros Psilocybe
y Panaeolus. En México, no es extraño que donde existen estas especies de setas, los perros se las coman. Sus reacciones consisten en correr en círculos, retorcer la cabeza, aullar sin motivo aparente y negarse a obedecer las órdenes de sus amos. Aún no queda claro si los perros son conscientes de lo que les pasaría luego de ingerir estos hongos, pero un caso probado de esto, se produce entre las cabras, que son capaces de atacar a quien sea con tal de quedarse con un botín alucinógeno.
El menor bocado de Amanita muscaria
produce en los mamíferos un notable estado de ebriedad, caracterizado por las contorsiones de la cabeza: la manifestación más común en los animales que se encuentran en ese estado, pues los renos no son los únicos: también lo consumen ardillas y varios insectos, en especial las moscas, de ahí el origen del nombre de este hongo.

«Inevitables golosas»

Al Amanita muscaria también se le conoce como «matamoscas» porque se empleaba como «remedio» para eliminar estos molestos insectos. En el siglo XIX todavía era común los sombreros de este hongo en los alféizares de las ventanas como insecticida. Pero en esa misma época ya había entomólogos que se percataron que las moscas en realidad no morían al entrar en contacto con este hongo, sino que entraban en un estado «letárgico». Por ello, una vez que las moscas quedaban inmóviles, aconsejaban arrojarlas al fuego. Con el tiempo, se comprobó que la parte más activa del hongo es la que está justo debajo de la cutícula roja del sombrero, donde se localizan la mayoría de los alcaloides isosazólicos —ácido iboténico—, que son los mismos agentes alucinógenos para el ser humano. Antes se creía que el agente tóxico para las moscas era la muscarina, pero al suministrar en laboratorio muscarina a los insectos, éstos no se vieron afectados. Las moscas se intoxican con los mismos alcaloides que afectan al ser humano.

Esto que a nosotros nos sorprende, lo han sabido de toda la vida los sapos que viven cerca del Amanita muscaria y aguardan que los insectos se posen en el hongo, alucinen y terminen como alimento «bien viajado».



El doctor Ian Q. Carrington es un etólogo autodidacta que ha estudiado a las especies más diversas en su estado natural. Su pasatiempo favorito consiste en abrir una botella de vino, servirse una copa y esperar a que aparezca ese mosquito que inmortalizó Quevedo en sus versos etílicos; el mosquito (Drosophila melanogaster) cae en la copa, lo saca «más ebrio que una cuba» y lo deposita en una servilleta. Al cabo de un tiempo, el mosquito remonta el vuelo. Es autor de “Manual para conversar I” —bajo el sello de Otras Inquisiciones—, con los datos inútiles más increíbles y extraños que pueden convertirse en indispensables cuando es necesario «romper el hielo».



[1] Intoxication. Life in Pursuit of Artificial Paradise. New York. Pocket Books. 1989. 8°. 390 pp.

jueves, 12 de marzo de 2009

De los rechazados

Cantidad de veces me han rechazado (¿a quién no?), pero en especial propuestas de texto para libros, revistas y demás parafernalia letrosa.
Por lo regular, borro el texto y paso a otra cosa: intentar dar con el que será aceptado, con la plena certeza de no saber por dónde carajos comenzar.
Sin embargo, en esta ocasión quise conservar este intento de escritura, no sólo porque sea más realidad que ficción, sino porque creo que la verdadera forma de deshacerse de un relato indeseable -aunque tenga intenciones de explicar el sentido de una palabra, como en este caso-, es publicándolo, arrojarlo a este mar saturado de botellas con mensaje.

Allá va:


conchabar, desconchabar

Más certero no podía ser, apenas salí de la aduana, se me abalanzó y permanecimos así por... ¿segundos, minutos, horas? Todavía no mediábamos palabra y yo ya tenía la plena convicción de que ésa era la persona con quien me quería conchabar de por vida.
Los primeros días todo fue miel sobre hojuelas: paseos idílicos, disfrutar de comida distinta, comprender un lenguaje y unas costumbres que, a pesar de ser muy parecidas a las de mi lugar de origen, conservaban un fondo de insondable oscuridad.
Pero nada de eso me hacía cambiar de idea, al contrario, cada detalle me aconchababa más a su compañía.
—¿Acon... qué? —me cuestionó con un aire solemne que se iba tornando en molestia.
Yo lo dije en el sentido de «mancomunarnos», pero ella tal vez lo interpretó como se usaba en el siglo XV: «ajustar o requerir los servicios de una persona» o peor aún: «contratar a alguien para un servicio de orden inferior, generalmente doméstico».
Intentando mejorar las cosas, dije:
—Conchabar significa «unir, juntar, asociar» —pero resultó peor.
—Claro que lo sé, no me trates como idiota.
El camino de regreso fue lo más álgido que había experimentado jamás. En medio de tanto silencio, no hacía más que meditar en el origen de esa palabra que había dado al traste con todo: del latín conclavāre —acomodarse en una habitación—, y a su vez viene de conclāve —habitación íntima y reservada—, y eso era lo que quería, no pedía más: arrejuntarme con esa mujer que, hasta ese instante, parecía la más maravillosa del orbe.
Las dos semanas restantes fueron las más confusas de mi vida; omitiré los acontecimientos a detalle, pues no vale la pena reparar en lo desafortunado, pero cada día me convencía de una sola cosa: deconchabarme a como diera lugar, no sólo de esa mujer, sino de aquella ciudad, de aquél país, de todo lo que me remitiera a nuestro triste desencuentro.
El día de mi partida, en lugar de su recuerdo, lo único que logré desconchabarme fue un tobillo, mientras corría como desesperado para no perder el boleto de vuelta a casa.


lunes, 16 de junio de 2008

Volver de La Realidad

El viernes pasado participé en una reunión de viajeros del mundo. La organizadora pidió que lleváramos fotografías de nuestros viajes. Jamás he sido afecto de capturar en imágenes testimonio alguno de los lugares que he recorrido: prefiero abandonarme a la eterna reinvención de la memoria: remitirme a las sensaciones que me dejó cada lugar y experiencia.
Sin embargo, participé con ésta carta (disfrazada de crónica), que emborroné hace tiempo y a la que le hice unos ajustes (y agregados) para acercarme más a las emociones que me produjo esa estancia en la selva de la "no guerra".


Volver de La Realidad


Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero...
San Juan de la Cruz


La Realidad (selva Lacandona), Chiapas / junio de 1999

—¿Caso tiene? —pregunta el hombre que sobresale del resto de la comunidad por su gran tamaño.
De su frente gotea el mecapal que sostiene un enorme tablón apenas equilibrado por su espalda. Tiene la mirada fija en los restos de lo que ayer todavía era un poste de luz, y tal es su asombro que parece no incomodarle la carga que lleva a cuestas.
A su lado se inclina un señor redondito y sonriente, apenas vestido con una camiseta azul profundo y pantalones cortos, a levantar los restos de la bombilla.
—Por qué los tiraron… —musita sin el menor asomo de molestia o sorpresa.

Es temprano, pero el calor ya sube, al mismo paso con que se desvanece la niebla del amanecer. Hay un momento de la mañana en que la humedad vuelve insoportable el aire, como si el peso del cielo pudiera sentirse en cada respiración; aunque todavía falta para eso, es más, ni rumor de los convoyes militares.
Se acerca un joven, también sonriente, mucho más pequeño que el hombre acuclillado. Con una sola frase despeja toda duda:
—El comandante Tacho nos ordenó tirarlos.
Valente Guevara, del Comité de Electricistas del SME, separa una caja de los cables que la unen al poste y la levanta a contraluz:
—Espero que no se hayan dañado los sensores... —dice entrecerrando los ojos por la intensidad del sol que, de momento, no hay nube que aligere su fuerza.
—La próxima vez que lo hagan —continúa Valente sin exaltarse—, cuiden de retirar las lámparas primero; son muy caras y no es fácil conseguirlas; el foco, como sea, se funde y se cambia, pero el transformador...
El joven asiente con un leve movimiento de cabeza y continúa su animosa marcha.

Ayer llegaron 7 trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) para continuar con la instalación de una turbina en el río de La Realidad. Este proyecto comenzó por iniciativa de un grupo italiano de solidaridad con Chiapas. Algunos de sus integrantes llevan varios meses en el Campamento Civil por la Paz, de los que hay en varias comunidades zapatistas como Oventic, Morelia o San Juan del Río (a unos minutos de aquí). Los campamentos están conformados por españoles, alemanes, franceses, italianos, daneses, noruegos e incluso mexicanos. Las razones que traen a estas personas a las cañadas de la selva Lacandona son tan variadas como inabarcables: uno puede entrever en sus gestos y miradas una extraña mezcla de esperanza y depresión. No son muy comunicativos. Un aire de desconfianza y reserva domina el ambiente para quienes venimos de fuera y, como consecuencia, lo único natural es el silencio.


Ya me acostumbré a las “reglas” de la comunidad que, por advertencia de don Max (el encargado de recibir a los visitantes), faltar a una de ellas es motivo de expulsión inmediata. Siento como si apenas me las hubiera indicado: “No debe hacer preguntas a los pobladores ni tomar fotografías a menos que se lo autoricemos; no puede salir de la Casa Ejidal hacia otros lugares de la comunidad, con excepción de a la tienda o al río. Si algo le hace falta, avíseme. ¿Trae comida o dinero suficientes?”
Después de aguardar más de quince días, lo que más me sorprende es la energía de este hombre que parece jamás cansarse, así lleguen los visitantes de madrugada, como fue el caso de los electricistas: ahí viene don Max en su bicicleta desde quiénsabedónde y va de vuelta con paquetes, cartas y mensajes que solicitan respuesta inmediata.
—Y una cosa muy importante —advierte don Max mientras encamina a los visitantes hacia la llamada Casa Ejidal—, por ningún motivo, así se lo rueguen, le dé nada a los niños ni deje sus cosas a la vista. Ya hemos tenido problemas de que se han extraviado cámaras, grabadoras y hasta dinero. Les recomiendo que cuando se vayan a bañar, alguien se quede aquí. Traten de no dejar solo.
Y cuando habló en plural se refería al grupo de japoneses que llegaron poco antes y que aún continúan aquí, en espera de respuesta para una entrevista.
Don Max se despide como saludando y, al tiempo que cae la tarde, la luz de su bicicleta se pierde entre el follaje que precede a la montaña.


Volvieron las niñas
—Cómo te llamas —pregunta la que abraza latas vacías, seguida de otras tres que se disputan una lima.
—Mallku —responde el muchacho con un acento apenas perceptible.
—¡¿Marcos?! —repiten sorprendidas.
—No, Mallku... —prolongando la “l” y la “u” para que no quede duda alguna.
—Marcos, pues... —resumen en coro.

Así se siguen, hasta escucharse las aspas de un helicóptero.
Todas las mañanas sobrevuela el pueblito un negro helicóptero artillado tipo Hawk, que supuestamente el gobierno estadounidense otorgó al mexicano para combatir al narcotráfico; pero está vez se detiene más de lo acostumbrado.
—¡Coño, va a descender...! —exclama Pedro Rosado, cineasta español y periodista de la CNN, al tiempo que se monta una cámara al hombro.
Las maniobras de la nave son para despistar la atención de lo que en verdad sucede: tanquetas y camiones militares (30 en total) se detienen justo detrás del Aguascalientes zapatista.
Alguien nos avisa y pide que lleguemos de inmediato, para que los soldados noten que hay personas de otros lugares: testigos que pueden dar fe de un ilícito.
Salimos corriendo y, con el calor del mediodía, de inmediato sudamos a mares.
Llegamos jadeando a donde están aparcados los militares y un cinturón humano de mujeres y hombres embozados, la mayoría con paliacates y uno que otro con pasamontañas, ya custodian el Aguascalientes.
Con este clima, el sólo verlos produce una sensación de asfixia.
Los “campamentistas”, como se les dice aquí en corto a los Observadores Internacionales, preguntan a los soldados por qué se han detenido, y les recuerdan que no pueden hacer paradas en terreno ejidal: “Eso viola la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas...”; pero sus comentarios no reciben siquiera una mirada por respuesta. Con la vista fija en el horizonte los soldados fingen no ver ni oír nada. Los japoneses realizan diversas tomas fotográficas y de video de la caravana verde olivo; los españoles logran ponerle un micrófono enfrente al soldado que encabeza el patrullaje:
—Avería —es la única respuesta.
A lo lejos, en la curva del camino, se distingue a una grúa improvisando “maniobras de rescate” a un carro aparentemente descompuesto. Cada convoy transporta entre 7 y 9 soldados, de los cuales dos o más toman fotografías (o video) a la comunidad, a sus habitantes e incluso a nosotros. Se alejan con lentitud pasmosa.
Una vez ocurrido el incidente, nos percatamos de que el cinturón humano ha desaparecido, así como el helicóptero y los habitantes del pueblo, al igual que la niebla del amanecer: de improviso.
Con las camisas escurriendo sudor, juraríamos que todo ha sido una alucinación colectiva, producto del bochorno selvático; pero las huellas de tanquetas y camiones militares sobre el camino de terracería quedan como algo más que un simple testimonio.

Más tarde nos organizamos para la comida. Los españoles traen frutas y alimentos frescos pero, aunque hemos consumido enlatados las últimas dos semanas (los japoneses y un servidor), no tenemos hambre. El calor, los insectos y este ambiente de incertidumbre no dan cabida a otra sensación que no sea la zozobra. Durante días no he podido pasar de la misma página de este libro y las pocas anotaciones que hago en la libreta termino emborronándolas al siguiente día. Entonces salgo a las banquitas que están a la sombra y el escenario es siempre el mismo: mujeres lavando su ropa en un recodo del río, niños que van y vienen persiguiendo “chuchos” o que se acercan por una galleta; un cielo azul celeste limpísimo que comienza a llenarse de nubarrones conforme se aproxima la tarde y, cuando menos se espera, ya cae un diluvio que no cesa hasta la madrugada.
Y así, apenas iluminados por una que otra veladora sobre la que oscilan nubes de insectos, tratamos de recuperar nuestros sueños.
A veces, suspendidos en nuestras hamacas, comenzamos a hablar de cualquier cosa y salen a relucir en voz alta ideas y planes que nos urge realizar una vez que hayamos partido de estas cañadas.
Intercambiamos chistes y nos entendemos más a señas que con palabras. Supongo que empezamos a comprender esto de vivir en La Realidad.


Semana tercera (tiempo descompuesto)
En el momento en que se fueron los electricistas llegó el comandante Tacho por los japoneses. Uno de ellos se estaba bañando y fui a buscarlo al río mientras el otro preparaba cámaras, baterías, cintas de audio y video.
Cuando le avisé a Mallku que, por fin, ya era hora, salió del agua de un brinco; ni siquiera se puso las botas: salió disparado en pos de la tan esperada entrevista.
Ya habían perdido toda esperanza pues éste era su último día en la comunidad y no tardaba en llegar el chofer que los llevaría de vuelta a Las Margaritas.
Regresaron hasta casi entrada la noche, felices de contentos, tanto, que se olvidaron de levantar lo que habían dejado en la Casa Ejidal. Casi todo era comida; metí las cosas en bolsas y se las entregué a don Max. (Lo mismo pienso hacer cuando salga: dejarle hamaca, bolsa para dormir, cámara y grabadora...)
El centro de atención de la comunidad eran los japoneses. Los niños venían a cada rato a jugar o a platicar con ellos. Norihide, que no hablaba ni papa de español cuando llegó, terminó por entenderles mejor que nadie; incluso aprendió algunas frases en tojolabal.
Mallku (cuyo verdadero nombre es Ota) vivió un tiempo en la Ciudad de México, por eso su español es “muy chilango” (al menos le entendía muy bien a los albures); en su largo tiempo de “espera”, trabajaba en una traducción al japonés de comunicados del EZLN. Dejó unos libros artesanales, preciosos, para la biblioteca del Aguascalientes.

Ahora todo ocurre más despacio.

Días después pasó lo mismo con los españoles: les dieron la entrevista la misma tarde que tenían planeado regresarse. ¿Estrategia para mantener el mayor tiempo posible a los periodistas en la comunidad? A saber, como dicen por acá..., lo cierto es que todo lleva otro tiempo en estas tierras, y relojes y calendarios parecen descompuestos porque nunca encajan con lo que uno espera o se propone. El único reloj permanente es el de la “no guerra”.


De fiesta
Una tarde comenzaron a llegar grupos de personas de comunidades cercanas. Supongo que pasaron la noche en las cabañas del Aguascalientes. A la mañana siguiente se reunieron en la cabaña azulada que hace de Iglesia y cuyo altar ostenta a una Guadalupana, eso sí, con el rostro cubierto por un pasamontañas. De no ser porque se encontraban en misa, hubiera jurado que la tierra se abrió para emitir sus dolores más antiguos, pero matizados por un aire angelical y animoso, como si fuera posible mezclar la dicha y la desgracia en un sólo tono musical. Gracias a sus plegarias descubrí la alegría de estar triste.
Un par de horas después se reunieron en círculo y comenzaron a cuestionarse asuntos cotidianos: cómo resolver la falta de comida, la invasión de tierras por parte del Ejército y la poca producción de café..., entre otros problemas. Mientras tanto, don Max nos pidió a los que estábamos en la Casa Ejidal que lo ayudáramos a levantar las bancas y a remover los sacos de cemento que ahí se guardaban:
—Es que va a haber fiesta...
En cuanto sacamos nuestras cosas, de inmediato entraron un grupo de jóvenes que, entre risas y aspavientos, comenzaron a “armar” una marimba enorme y de gruesos maderos. Instalaron focos y acomodaron sillas pegadas hacia los muros más largos. Apenas atardeció, aparecieron las muchachas en pequeños grupos con sus vestidos de colores intensos y moños colorados. Tomaron asiento y esperaron casi en silencio a que llegaran los muchachos, en grupos más numerosos. De un lado estaban las mujeres y del otro los hombres. Todos cuchicheaban y se lanzaban miradas para luego platicar entre risas, pero sin atreverse a cruzar al otro lado. El ir y venir de miradas tímidas o risueñas parecía contar algo más profundo: el silencio en que han debido permanecer estos pueblos durante siglos pero, aún así, en algo tan simple y cotidiano como el sentirse atraído por alguien más, es notable su forma de resistencia que ha aprendido a “decir callando”. En cuanto comenzaron los primeros acordes, todos se lanzaron al centro con la plena seguridad de quién era su pareja: sin tropiezos ni titubeos. Las canciones se prolongaron durante horas: varias se repitieron sin que nadie mostrara la menor fatiga o disgusto por ello. Mientras tanto, quienes aguardábamos a que terminará el huateque, dormitábamos en las bancas externas de la Casa Ejidal, de la que parecía brotar una luminosa felicidad de entre los pies en movimiento.


Obras incompletas
Hubo un encuentro del Frente Zapatista en el Aguascalientes y, aunque vi algunos rostros conocidos, no me sentí con ánimo para escuchar esas interminables discusiones que no llevan nunca a nada concreto y que, como las brisas de tierra, “sólo dejan a cambio polvo y atroz confusión”.

Lo único que permanece sin cambio es mi anclaje en este libro (Cuadernos en octava. Obras incompletas de Franz Kafka) y la libreta desborda garabatos, tachones y demás balbuceos. Así que durante estos mares de silencio lo único que hago es pensar y pensar hasta que ya no pienso ni recuerdo nada: sólo me dejo llevar por la somnolencia y el zumbido que emiten los insectos. Y no es sueño lo que llega, sino una especie de fiebre que arrebata la conciencia.

Una tarde nublada se aparece el comandante y me avisa que ya se resolvió todo, que ya investigaron: no hay dudas y, por lo tanto, terminó mi arresto. Me puedo ir de la comunidad cuando quiera.

De madrugada emprendo el regreso y parece que todas las cosas se han puesto de acuerdo para que así sea: se acabó la tinta, el papel, las veladoras, comida, baterías para el ‘focador’, las monedas son exactas para el camión de redilas... Entonces, ¿por qué sigo como esperando algo?

domingo, 20 de abril de 2008

El fin del mundo se acerca...

(Insuficiencia renal 2: la ruta al infierno... corrijo: hacia Ecatepec)

Justo en el momento que subí a un taxi en la estación de Indios Verdes (después de buscar afanosamente cierta ruta –a San Pedro Tambos– que nadie conocía ni me sabían dar razón) para ir a la clínica donde trabaja mi cuate Israel (y donde me atendieron de la “descompostura” de hace tres semanas), entró una llamada de mi tocayazo: el Carleone.

No sabía si indicarle la ruta al taxista, contestarle al tocayazo o dejarme llevar por las alucinaciones (pues con la fiebre desde la madrugada veía cosas bien pachecas que se mezclaban con lo que ocurría en la supuesta realidad).

Nunca supe qué me dijo ni qué le respondí a mi tocayo, pero lo único que pude entender fue algo apocalíptico:

—Me caso.

Por más fiebre, rigidez, fatiga, entre los demás síntomas (uno más lindo que el otro que después me explicarían se trató de un principio de insuficiencia renal detectado a tiempo y por el me tuvieron horas en una plancha con agujas y demás terapia de choque) que me vapuleaban, pude responder:

—¡Contra quién?

—Pues con la negrita, ¿quién más se dejaría?

Si de por sí me sentía del nabo enterrado (sin albur), la sorpresa me produjo mareos. Apenas si anoté la dirección donde sería la boda y con la poquísima conciencia que aún me restaba detecté que tal vez se trataba de una mala broma:

—Pero, no el Zumma... ¿es un bar? ¿Ahí es la pachanga posterior?

—No wey, ahí es la boda.

Preferí estar un poco más consciente para disertar sobre el asunto, así que me despedí como pude y entonces me di cuenta que el taxista me llevaba a quién sabe dónde.

Había topado, no con el taxista más pendejo del mundo, sino del universo conocido (y por conocer). Hasta donde recuerdo y en lo que encontraba la dirección exacta, le dije: “Hacia el norte”; y por alguna razón ya íbamos sobre Insurgentes camino al sur. Le llamé a mi cuate Israel para preguntarle dónde conchas estaba la mentada clínica, pues horas antes no me había podido explicar bien la ubicación, sino que me dio “la ruta para llegar (¡en combi!) desde Indios Verdes”. Como no encontré la ruta ni las combis ni nada que me había descrito, recurrí al único transporte que me ha llevado a donde sea desde hace 15 años: taxi. Cuando me dijo bien la calle, colonia y el municipio (que no había mencionado), entonces la medalla al más pendejo del universo me la cedió el taxista: Ecatepec.

Por supuesto que no llegaría hasta allá en taxi (tienen prohibido cruzar las fronteras estatales) y me llevó al metro Deportivo 18 de marzo –otrora Basílica–, donde otra vez volví a dirigirme hacia Indios Verdes (el deja vu más mal pedo que me ha ocurrido jamás) y buscar a huevo la ruta de las pinches combis: la misma que una hora antes a nadie le sonaba familiar y una que otra persona se ofendió, pues pensaron que me los estaba albureando. Creo que la encontré más por probabilidad que por haber seguido las indicaciones, me subí y de inmediato sentí el rigor de las miradas de los demás pasajeros en las que casi se les podía leer con subtítulos: “¿A qué hora nos vomita a todos y cae muerto este idiota?”

Traté de fijarme en las “referencias” para llegar a la dichosa clínica, pero por más que estiraba el cuello era imposible ver algo a través de las diminutas ventanas: tapadas por bultos que llevaban los demás pasajeros (siempre me he preguntado qué tanta cosa llevan en esas enormes bolsas de plástico que se usan para meter cadáveres). Así que cuando empecé a ver un páramo terroso, desolado y sin futuro (“gris monstruoso”, cual poema catastrófico de mi cuate Josémilio) me bajé y detuve un taxi (éste ya del Edomex): un vocho intonso que despedía hedor a gasolina hasta por el volante y del que brotaba una bola de estopa. “Por si me faltaban motivos para malviajarme”, pensé. Le dije la dirección, los “referentes” cercanos (una bodega Aurrerá –pensé que habían desaparecido hace años– y una farmacia) y se encaminó en sentido contrario. De pronto, el motor se detuvo y nos quedamos en medio de la nada. No es exageración: en verdad no había ni camino trazado, sino una senda polvorienta que no parecía llevar a ningún lado: de un lado había una barranca y del otro un terreno baldío con elevadas matas de hierba seca. Entonces comenzó una tolvanera de película del oeste; sólo faltó que comenzaran a rodar esas borlas de ramas secas (pero la íngrima suerte no cumple caprichos). Por fortuna pasó un taxi vacío y me subí al tercero de la tarde.

Me ahorraré la descripción del último viaje tortuoso, que no terminó ahí (me cagoteó el taxista, porque me indicó que sólo se deben abordar los autos que tienen cuadritos colorados: "Los otros son piratas y seguro lo asaltan"): sino que todavía tuve que recorrer unas callejuelas intrincadas a pie (llenas de tarimas y camiones de redilas de los que desmontaban luces y equipos de sonido, pues se veía que más tarde habría fiesta en el barrio) para al fin dar con la mentada clínica.

En la esquina ocurrió el colmo de los colmos: quise comprar una botella de agua en una tiendita (que era parte de una casa) y como la señora no tenía cambio, me dio puños y puños de chicles de una marca que jamás había visto y que aún conservo, pues cuando los probé la textura y el sabor parecían de cera de veladora: lamentables.

Igual me reservo la descripción del tratamiento (qué necesidad hay de regodearse en el sufrimiento), pues esto es sólo el preámbulo para contar lo mero “prencepal”: las señales que auguran el fin del mundo. Por supuesto, en otro post.

martes, 8 de abril de 2008

¿Insuficiencia qué?

Primera de a ver hasta cuándo sobrevivo (o me alcanza la necedad) para dar fe de estos escabrosos asuntos.

¿Insuficiencia qué?

—Renal —repitió la doctora (bata de la UNAM), al tiempo que me aplicaba un interesantísimo cuestionario sobre mi familia.
Por supuesto que le había entendido a la primera, pero era de las poquísimas veces que mis sospechas no querían confirmarse, pues antes de reunir las fuerzas para ir a un chequeo, me di a la tarea de buscar qué posible padecimiento me afectaba buscando los síntomas en páginas médicas de Internet.

Cuando estuve en “centenaria-y-célebre-revista-noña-que, a-pesar-de-ello-continua-siendo-la-más-leída-del-mundo” (ay, ¿usté cree...?) el buen Mario me enseñó a identificar las páginas confiables de medicina que son respaldadas por instituciones académicas (como la UNAM), centros de investigación (como la UNAM) u organismos descentralizados que se especializan en reunir opiniones de expertos de todo el mundo (como la UNAM), además de cotejar la traducción de las mismas (casi todas las patentes de investigación se publican primero en inglés... ¿por qué será?) con el famosérrimo “libro asqueroso”, mejor conocido en el bajo mundo como “El Mosby”. No sé cuál de los dos adjetivos suene más aterrador, pero las ilustraciones que contiene este engendro del infierno reiteran mi idea de que algo dañado deben tener los médicos en su naturaleza para soportar las consecuencias de cada vomitiva e inenarrable enfermedad, síndrome o trastorno (no, no son sinónimos: no es lo mismo que lo mesmo), que de sólo recordarlo vagamente me crujen los dientes y se me empieza a cerrar un ojo por lapsos repetitivos.

Flash, flash: debido a los severos daños que ha provocado recordar tremendo horror, este post necesita liberarse de algún modo, así que no habiendo nadie cerca a quien vilipendiar o mentarle su mauser, he aquí la:

Brevísima (aunque no por ello menos traumática) descripción de “El Mosby”.

Editado por McGraw–Hill (esa misma editorial donde me han llamado no una, ni dos, sino hasta tres veces para fungir como editor, y siempre me salen con el pretexto de que debo estar titulado para que me contraten; entonces no entiendo por qué me llamaron la segunda –y para colmo, no acabo de comprender por qué acepté ir en la tercera ocasión, si era predecible el descenlace... lo que hace el morbo, chingao–, si desde la primera ya sabían que un título no se obtiene en menos de un año... a menos que te apellides Fox), el Mosby es casi un catálogo de los diversos tormentos que nos podrían esperar cuando el destino nos mande-al-averno (en caso de que la teoría de Salvador Elizondo sobre el Infierno sea cierta). En primera, se trata de un señor tabique inmanejable, incluso a dos manos. Es cuando uno ve la utilidad a los... ¿alguien sabe como se llaman esos utensilios de madera (u otro material) donde se puede dejar un librote abierto para consultarlo sin la prisa que es inversamente proporcional al peso? Iba a escribir “atril”, pero ese es donde ponen sus partituras los músicos, y son harto frágiles y livianos, y nada que ver con el mazacote que puede sostener señores tabiques con los que seguro talan un ahuehuete para imprimir cada uno.

Para no darle más vueltas al asunto (já: amable lector, disculpe al escribano, pero algunos síntomas del tratamiento son desvaríos y desorientación), en dicha revista uno revisaba artículos o secciones con el ferviente deseo de no consultar ese espanto.

Estoy casi convencido que los verdaderos editores de ese libro fueron George A. Romero y Vincent Price (pss, con seudónimo, a huevo), sólo que en este caso con buenos efectos especiales: toda clase de deformidades, mutaciones, carcinomas, enfermedades degenerativas y ejemplos “tumorísticos” (o como se escriba) presentados de la forma más explícita y enferma que pueda existir. Si usted es de los aficionados a las menudencias en descomposición y se regodea con el sufrimiento ajeno (o le es suficiente con imágenes grotescas que hacen ver al “gore” como un juego de química Mi Alergia –no es dedazo: sino “propositorio”–), qué espera, ¡vaya por su Mosby!

Finalmente no todo fue tan desagradable con ese libro, pues gracias a él aprendí la diferencia entre “traqueostomía” y “traqueotomía”, o algo tan básico y recurrente como “inmunológico”, “inmune” o “inmunitario”, entre otras palabrejas que parecen simples, pero que hasta la fecha nunca he visto usar de forma correcta a ningún médico (ya no se diga en las traducciones de la telera: con los programas “especializados” de Canal 22 sobre Ciencias o en Dr. House, uno pasa del coraje a la risa por la cantidad de incoherencias que repiten de forma recalcitrante quienes se encargan del doblaje al estilo moco suena).

Justo el sábado, al salir del tratamiento que me devolvió cierta movilidad y prolongó mi sufrimiento sobre esta tierra, mi cuate Israel comenzó una discusión sobre un terminajo de esa índole. De sólo pensar que podía sacarlo de su necedad y confirmar mi observación acudiendo al Mosby... preferí darle la razón. Me remití a disfrutar el regreso desde Ecatepec. Compré alegrías en el metro Hidalgo. Y todos contentos.

(Continuará... como dicen en mi pueblo: “Si diosito me da licencia”; –sí, con minúscula, porque no me merece el menor respeto ese dios vengativo, rencoroso y harto contradictorio–.)

lunes, 31 de marzo de 2008

"negro" pasado

Entre los varios oficios que he ejercido (algunos por gusto, otros por morbo y los más por necesidá), está el de "negro". Para los que no estén acostumbrados a la jerga librera o letrosa, un "negro" es aquel que se ofrece como "escritor fantasma" -por lo regular esto ocurre cuando uno es joven y tiene una gana imperiosa por aprender el oficio y está dispuesto a hacer lo que sea con tal de lograrlo- al ser asistente de alguna connotada (o no tanto) "autoridad" en el tema. Y lo que comienza como un juego -la verdad es bastante divertido ver los textos de uno publicados en periódicos, revistas o incluso libros bajo el nombre de otros-, termina por volverse frustrante, pues quién es uno para opinar sobre tal o cual tema, si "a ti ni quien te conozca. O a ver, ¿dónde están tus publicaciones?"
Buscando los cuentos de un amigo que me ofrecí a editar desde hace varios años -y que siempre se pospone por eternos imprevistos-, me encontré con un disquete que contenía algunos artículos de hace más de 10 años.
Escribí este prólogo para un libro de testimonios sobre la invasión de Estados Unidos a Panamá. El acuerdo es que yo recibiría el pago por el mismo (ajá) y un ejemplar del libro (del que hasta la fecha no he visto ni la portada). Por lo que sea: lo muestro tal como lo escribí -creo que tuvo posteriores modificaciones de mi negrero- y no me preocupa que algún ocioso encuentre el libro en cuestión y eso suscite algún chisme;
lo más seguro es que pase como hasta el momento: totalmente desapercibido por el múltiple engaño: no sólo el que hicimos mi negrero y yo -a su público y, no sólo a este editor, sino a múltiples publicaciones periodísticas, de literatura y a infinidad de ingenuos que pensaron que se llevaban "unas palabras de su ídolo"- al proceder de esa forma durante casi dos años, sino el que me hice pensando, ingenuamente, que confundía a los demás, cuando sólo me traicionaba a mí mismo al suplantar otra identidad.


La historia fragmentada

La ciudad se llenaba de guerreros apiñados.
No se habían atrevido a esperarse unos a otros fuera de la ciudad durante mucho tiempo y reconocer quien había huido o muerto en el curso de la batalla.

La Iliada. Homero

En la ciudad de Panamá, al final de un malecón junto al Océano Pacífico, hay una estatua del cura guerrillero mexicano José María Morelos. En esta estatua de verde bronce, Morelos adopta una pose bonapartista (con la mano a la altura del estómago), como si fuese conciente de lo que Napoleón Bonaparte dijo de él: “Dadme quince Morelos y conquistaré el mundo”.
Carlos Fuentes, nacido en Panamá, afirma que al preguntarle a los panameños de quién era la estatua, le respondían que se trataba (tal vez por la pañoleta en la cabeza) del pirata inglés Henry Morgan.
Cuentan que cuando el pirata Morgan asoló por primera vez estas tierras, lo hizo apenas con un puñado de hombres. El gobernador de aquel entonces quedó tan sorprendido que le pidió un arcabuz como recuerdo de la hazaña. El bucanero, inglés al fin y al cabo, accedió a la petición y antes de entregarle el arma le advirtió: “Volveré por él en un año”. Dos años después, en 1671, entró a la ciudad con dos mil hombres armados hasta los dientes, destruyeron e incendiaron cuanto vieron a su paso. La ciudad quedó reducida a cenizas, por lo que tuvieron que reconstruirla en otro sitio, el que ocupa actualmente. Antes de que se fuera con sus embarcaciones repletas de oro y joyas preciosas, Morgan, inglés al fin y al cabo, mandó pedir disculpas al gobernador por la demora de su visita. Ahí no acaba (ni empieza) la historia de esta “delgada cintura del sufrimiento”, como Pablo Neruda nombró al istmo Centroamericano.
“Del cielo, del infinito, salía una luz, una lengua de fuego que caía sobre las casas y las incendiaba... había sido el avión invisible que describían nuestros hijos y no les creíamos...”
“Mamá, eso es guerra.”
“Pensamos en falsa alarma, como siempre. Siendo ya 20, ¿quién podía esperar tamaña sorpresa?”
“Nos dimos cuenta que no lo era por los bombardeos y por el incendio...”
“A nosotros nadie nos avisó”.
“Era la invasión y no sabíamos qué hacer...”

La noche del 19 de diciembre de 1989 comenzaba una invasión más de Estados Unidos a la ciudad de Panamá. En pleno bombardeo, eran leídos ultimátums en un español centroamericano desde los altavoces de los helicópteros: “Atención, atención, atención... ¿porqué ustedes siguen resistiendo lo inevitable? Su resistencia es inútil... sus vidas están siendo sacrificadas por un dictador corrupto... que ha arrastrado a éste país a una guerra inútil. Estados Unidos no tiene nada en contra de ustedes o de su gente. Ustedes y sus compatriotas están siendo usados como peones en un plan personal... para mantenerse en el poder. Suelten sus armas y únanse a nosotros para luchar por la libertad... ayúdennos a ayudarlos... a ganar su libertad y democracia...”
“Preferíamos que nos tiraran el edificio abajo antes de bajar...”
“Sí no se rinden, nos veremos obligados a destruir la ciudad y a masacrar a toda la población civil...”

Before you're dead, Visit Panama.
Cole Porter.

La historia de Panamá, como la del resto de América Latina, está llena de agravios, desgracias y heridas que nunca parecen cerrarse. Tal vez por eso el historiador uruguayo Eduardo Galeano tituló así a Las venas abiertas de América Latina.
El dolor, la sangre, el llanto, la impotencia, los gritos, la indignación y (a pesar de todo) la esperanza, son los testimonios de esta historia.
Dice un refrán popular que “la historia la escriben los vencedores, no los vencidos”. Y contra esa máxima de la historia oficial, además de la realidad que nos agobia, hay algo que todavía no puede censurarse: la memoria colectiva.
Nadie tiene más derecho de hablar sobre la historia que quienes la han padecido: las voces de los supervivientes a la catástrofe; los testimonios son más precisos que cualquier crónica periodística por la simple y sencilla razón de que son experiencia vivida.
Ahora, con los adelantos tecnológicos, se pueden transmitir “en tiempo real” los acontecimientos de cualquier parte del mundo en el mismo momento en que suceden. Aquello de “una imagen dice más que mil palabras” se hace realidad a la velocidad del video. Las fotografías también son instantes congelados del tiempo que también narran anécdotas. A pesar de la rapidez con que puede seguirse un evento, estos medios también pueden ser utilizados para distorsionar el contexto de los acontecimientos en beneficio de unos cuantos. Así ocurrió con la invasión a Panamá: lo que en cualquier parte del mundo es una masacre y una violación a la soberanía, con la “contextualización” de los medios, se convirtió en una “causa justa”. La campaña fue tan agresiva que incluso en Panamá, después de la invasión, mucha gente salió a la calle a recibir a las fuerzas estadounidenses con mantas y pancartas: “Gracias por salvarnos”. En el Miami Herald, y en la mayoría de los medios periodísticos de Estados Unidos, destacó la ceremonia luctuosa (con todos los honores) a los “marines que murieron por la patria”. En cambio, los panameños nunca supieron dónde quedaron sus familiares: los cuerpos fueron puestos en bolsas de plástico y arrojados al mar desde helicópteros con “cargas de profundidad” o enterrados en fosas comunes que, hasta la fecha, se desconoce dónde quedaron. Además, los pobladores afirman que se emplearon “armas químicas”, porque cuando levantaron los cadáveres, la piel de los muertos “parecía de gelatina”. Se calcula que hubo entre siete y ocho mil muertos:
“Nadie estaba por recoger a nadie.”
“El sepulturero, al que los gringos le pagaban seis dólares por cada cuerpo que recogiera en el Cuartel Central, le dieron mil doscientos dólares... ¿a cuánto sale?”
“En estos barrios las personas se conocen más por el apodo que por sus nombres y así se les registró; por ejemplo: Platero y su mujer”.
En la “causa justa” (como la llamó el expresidente George Bush), participaron cerca de 40,000 efectivos militares por parte de Estados Unidos, sin contar a los mercenarios y a los “efectivos militares” de Honduras y el Salvador. Hay testigos que confirman la participación de mexicanos. Los panameños contaban apenas con cuatro mil personas dentro de sus fuerzas que, días antes de la invasión, fueron desarmadas por el intento de golpe de Estado en octubre del mismo año. Las armas con las que intentaron defenderse eran convencionales y no se comparaban con la parafernalia de tanques, helicópteros y bombarderos estadounidenses.
En las primeras 12 horas de la invasión fueron lanzadas 417 bombas de alto poder (5 de 500 libras); cada una produjo oscilaciones de 1.7 en la escala de Richter.
Sería en vano pretender hace un resumen o una narración de cuanto aquí se dice. La historia es de quien la vive y no de quienes pretenden imponerla, y las voces aquí recopiladas hablan mejor que nadie: por sí mismas. Aquí se cuenta lo que pasó como si estuviera ocurriendo en estos mismos instantes. Y esto es así por que el pasado está vivo, como lo afirma el ensayista uruguayo Eduardo Galeano: “El divorcio del pasado y el presente es tan jodido como el divorcio del alma y el cuerpo, la conciencia y el acto, la razón y el corazón”.
En 1964 veintitrés muchachos fueron acribillados cuando intentaban izar la bandera de Panamá en suelo panameño. El comandante de las fuerzas estadounidenses de ocupación declaró con orgullo: “Y sólo se usaron balas para cazar patos”.
Hoy los niños panameños ponen banderitas en el suelo mientras corean: “¡La patria no se vende, la patria se defiende!”
Si en el tiempo de Vasco Núñez de Balboa se “aherrojaba y despojaba en nombre de Dios”, ahora se hace en nombre de la “democracia, la libertad y la modernidad”.
En un video realizado por TV UNAM sobre la invasión de Estados Unidos a Panamá, una señora muy humilde se pregunta (¿o nos pregunta?): “¿Justicia para quién, democracia para quién? ¿Para los que están en la fosa común o para los que están en el gobierno actual? ¿Para los que pasamos hambre y miseria o para quienes lo tienen todo?”
En el mismo video, otra mujer se acerca a los militares estadounidenses:
¬¬¬¬—Y quiero decirles que a ustedes los han mal informado, porque la vida de ningún ciudadano panameño ni norteamericano están cuidando aquí, porque así como hicieron ese ejercicio de “evacuación...”
—¿Quién quiere hablar? –la interrumpe un soldado con aire despótico.
—Yo quiero hablar –contesta la señora, sin permitir que le vuelvan a arrebatar la palabra–. Porque tengo las dos nacionalidades y quiero decirle que es una falacia... –al tiempo que le enseña sus credenciales.
—Usted puede hablar con otra gente, nosotros... –con gesto despectivo–, nosotros no estamos dispuestos a responderle nada...
—¡Pero lo que yo quiero...!
El soldado le da la espalda y alguien la sujeta del hombro antes que ocurra algo peor. Sin embargo, la señora alcanza al militar y lo encara furiosa:
—¡Yo lo que quiero es que en la televisión de “mi país” vean, que vean que esto es mentira, que no están protegiendo la vida de ningún ciudadano aquí. Esto es un hospital y no es de ustedes, así que están violando los tratados Torrijos-Carter aunque digan que no!

La frase de que “quién olvida su pasado está condenado a repetirlo” no es sólo una advertencia, sino la constante que se repite al igual que una condena.
Los motivos de la invasión (para variar) fueron económicos.

Todo por el canal
En el siglo XVI Felipe II prohibió cualquier intento de construir el Canal bajo pena de muerte: “El hombre no debe separar lo que Dios unió”.
En 1848, cuando se descubrió oro en California, el istmo volvió a adquirir la importancia comercial que tuvo en la época colonial. Las empresas estadounidenses, debido a los problemas que representaba el transporte terrestre, construyeron el ferrocarril transístmico que arrancó hasta 1855. En ese mismo año el istmo quedó erigido como Estado Federal con amplia autonomía local.
Al crearse Estados Unidos de Colombia en 1863, los gobernantes de los estados recibieron el título de presidentes. De 1863 a 1866 se sucedieron veintiséis presidentes al frente del Estado y sólo cuatro completaron su periodo. Con la Carta Constitucional de 1886 volvió el centralismo y los estados se convirtieron en provincias de Colombia. En 1878, el gobierno colombiano firmó un contrato con el ingeniero Lucien-Napoleón Bonaparte, sobrino nieto del célebre “emperador de Europa”, quién finalmente traspasó la concesión a la Compañía Universal del Canal Interoceánico, presidida por Ferdinand Marie de Lesseps.
En 1880 se iniciaron los trabajos pero, una década más tarde, las irregularidades administrativas y la fiebre amarilla que diezmó a los obreros, condujeron a la quiebra de la empresa en medio de un escándalo internacional. Lesseps y su hijo Charles fueron condenados a prisión por malversación de fondos. La sentencia no se ejecutó y terminaron pagando una multa.
Con apenas 33 kilómetros construidos y sin capital para proseguir la obra, se ofrecieron los derechos a Estados Unidos de América.
Después de largas negociaciones, se firmó en Washington el tratado Hay-Herrán en enero de 1903, que en el mes de junio fue rechazado por el congreso de Bogotá.
Ante la negativa del Congreso, se formó un grupo encabezada por José Agustín Arango para estudiar, planear y llevar a acabo “una Revolución”, que tenía como fin la separación del territorio istmeño de la soberanía colombiana y negociar directamente con los Estados Unidos la construcción del canal. El doctor Manuel Amador Guerrero viajó a los Estados Unidos y regresó al istmo con “seguridades de que aquel país intervendría en favor de la Revolución”.
Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, decía que “la guerra purifica el alma y mejora la raza”, y como era un hombre de esos que hacen lo que piensan, envió “unos cuantos marines a concretar la independencia de Panamá”. En 1912, ya premio Nobel de la Paz, recordaba en voz alta “como había inventado a Panamá: I took the Canal”.
Proclamada la independencia de Panamá el 3 de noviembre de 1903, varias unidades navales de los Estados Unidos impidieron, por órdenes del presidente Roosevelt, el desembarco de tropas colombianas en Panamá y Colón. Los estadounidenses reconocieron de inmediato a la nueva Nación.
Manuel Amador, ya presidente de Panamá, desfiló entre banderas estadounidenses mientras era llevado en hombros por las calles.
El 18 de noviembre de 1903 se firmó el tratado Hay-Bunau-Varilla en la Casa Blanca, por el cuál Panamá cedió un millón cuatrocientos mil kilómetros cuadrados de su territorio y la administración del canal (a perpetuidad) para Estados Unidos. En representación de la república recién formada estuvo Philippe Bunau-Varrilla, un ciudadano francés.

La metafora incesante
Según las autoridades, el Canal regresará a dominios de Panamá antes del año 2000.
Galeano está convencido de que “la historia es una metáfora incesante”. Tal vez por eso Neruda se quemaba las pestañas buscando las metáforas más bellas que le pusieran a uno “la carne de gallina” y arrancaran suspiros “más largos que un tren de carga”.
En la escuela nos enseñan a aceptar la historia como se muestra en los libros; cuestionarla es casi un crimen. Pero ahora hay una historia que no sólo se pone en duda, sino que se reescribe. La gente ha empezado a reconstruirla, la asume y defiende con lo único que tiene: su dignidad. Y es esta actitud, esta resistencia la que genera libros como éste: escritos por diversas voces que exigen su derecho de que se tome en cuenta su versión de la historia. Además de la crónica a voces, éste es un libro de imágenes, de relatos que se ven, de fragmentos. Una historia fragmentada en muchas historias, mas no por ello dividida.
Las imágenes también se leen y las anécdotas aparecen como pequeños cortes cinematográficos que se van intercalando con las memorias de otros sin perder su identidad propia.
Es un libro de muchos, un libro para recordar porque la historia es eso, recordar detalles, fragmentos, palabras...
Mientras tanto, a la orilla del mar, las mujeres arrojan flores en recuerdo de sus muertos y parece que el único testigo permanente es esa estatua de Morelos que, como convidado de piedra ve pasar los días y sus noches y sus personas como si nada hubiera pasado, con la mirada en la mar.
“El cambio se quería, sí, pero no de esa forma.”
“Si Noriega era el objetivo y sabían que en ese lugar no estaba, ¿porque destruyeron (el barrio) El Chorrillo? Ahora sabemos que lo quieren convertir en área turística, en área de inversiones extranjeras.”
“No vamos a descansar hasta saber en dónde están las fosas comunes, esas bolsas que parecen de basura en las que sepultaron a nuestros muertos sin cristiana sepultura”.
“Ahora... ahora no tengo palabras para expresar lo que siento...”


Agosto 1997

miércoles, 19 de marzo de 2008

Call center (la venganza)

Segunda parte de una serie que se anuncia infinita (por favor)


Desde que bajé del taxi, no es que me hiciera expectativas de ningún tipo, simplemente me imaginé lo peor. Uno de los grandes letreros (ya de cerca pude ver el segundo) había sido víctima del graffiti “pandilleril” y en sus deslavados colores podían leerse dos cosas: que ahí entraba y salía gente para esos puestos con demasiada frecuencia o se trataba de un engaño de “pirámide invertida” o algo similar (perdón por ser tan desconfiado, pero uno se encuentra con cada fraude...).

Lo primero que me extrañó es que la puerta principal estuviera entreabierta. En verdad la pensé para cruzar el umbral; no hacía más que repetirme: “Ya sabes lo que vas a encontrar y es seguro que no te guste”, pero por otro lado la necesidad insistía: “De esto a nada, ¿con qué vas a cubrir los gastos este mes?” Toqué el timbre y una voz lejana (que en nada se parecía a la de la conciencia) apenas se podía distinguir: “Paaaasee”.

Una mesita intonsa, como de ministerio público rural, servía de registro; dejé mi identificación a una mujer policía; me dio el gafete de rigor y me senté en una especie de salita de espera, donde aguardaban muchachos de mirada desconcertada y paciencia infinita. Me dieron a llenar la hoja de antecedentes laborales, donde a uno le preguntan cosas tan prácticas como: “¿Perteneces a algún sindicato, asociación o club social?” (y en la que dan ganas de responder: “Sí, al exclusivísimo club del Freelance perpetuo: 37 millones sin derechos laborales no pueden estar equivocados. ¡Únete!”).

A cada signo que sumaba a la solicitud, aumentaba mi arrepentimiento: “Aparte de que no me van a contratar, me van a llamar a diario hasta el mismísimo infierno porque les estoy dando hasta el apellido del perro que no tengo”. Total: mejor me apuré. Una vez que la devolví, me preguntaron para qué puesto me habían citado. Levanté los hombros en señal de desconcierto y el joven que recibía papeles, entrevistaba a los candidatos y aparte contestaba llamadas telefónicas, tuvo un momento de lucidez Divina y exclamó: “Ahhh... usted es el corrector”. Sentí un alivio como pocas veces en la vida, pues ya me imaginaba frente a una computadora y con una diadema telefónica diciendo: “Güenas tardes señito, le hablo de Amerikan Xpressssss...”.

Salió otro joven (todos entraban y salían de forma accidentada y se manejaban con tremenda cautela, casi rayando en la inseguridad). Dijo mi nombre en voz alta y me pidió que me sentara frente a él en un escritorio que estaba dividido por dos mamparas (no pude comprobar si eran de melamina ponderosa, sorry): parecía uno de esos cubículos que salen en las películas gringas cuando se visita a un preso (sólo faltaba el teléfono y el cristal de por medio). Me dijo su nombre (que no entendí) y comenzó a leer en voz alta los datos que escribí (haciéndome sentir más idiota de lo que de por sí parezco); me dio una “descripción de las actividades de la empresa” (cuyo nombre tampoco pude entender), y comenzó a emitir una letanía sin ritmo ni pausas de la que comprendí muy poco y recuerdo nada. Cuando terminó, me dijo que esperara de nuevo en la salita. Los jóvenes que estaban esperando desaparecieron; en su lugar ya había otros (y en mayor número), que llenaban apresuradamente las mismas solicitudes y casi todos dejaban la sección de “experiencia” en blanco.
Otra vez escuché mi nombre. Volví a la mesa de careo. Me repitieron casi lo mismo que la vez anterior (aunque ahora sí capté un par de cosas) y me dieron algunas indicaciones (y tres hojas de papel reciclado). Tomé la previsión de llevar mi laptop por si ese mismo día me realizaban algún tipo de examen, pero antes de que pudiera preguntar si lo podía hacer en la computadora, el chavo fue muy específico en que escribiera a mano. Chales. Aparte de las erráticas e inconexas frases que pergeño en mi libreta de mano (que yo mismo tardo en descifrar y que por lo regular terminan en la basura), hace mucho que sólo me fluyen las ideas con un teclado de por medio (sin albur).
Comencé a dizque redactar mis encomiendas: 1) una carta de una asociación civil ficticia que busque convencer al remitente de hacer una donación en apoyo a niños de la calle; 2) una nota periodística sobre las reformas al Código electoral; y 3) contar mi vida en una cuartilla. (¿En una cuartilla!: ¡No paquidermo del pleistoceno!)
Empecé por lo que consideré más “fácil”: la carta pedinche (sobre la que apenas pude emborronar un par de ideas, que revisándolas con todo rigor, a duras penas si armaban una en conjunto); entonces me fui sobre la nota del COFIPE. Aquí entró en mi ayuda Tamagochi (sí, soy dependiente de la tecnología, y qué) pues gracias a que encontré un par de notas en Internet, pude hacer una síntesis (y de paso enterarme sobre la controversia constitucional que los cinco partidos –otrora llamados “bonsai”– interpusieron ante el pleno del Congreso). Por supuesto, pedí un friego más de hojas, pues las primera tres apenas si me sirvieron para el borrador. Luego redacté la carta con puros lugares comunes (¿de qué está hecha toda campaña “levantalana”, sino de todo aquello que la gente quiere oír sobre algo en lo que no se quiere involucrar?). Y al final conté cualquier pendejada sobre mi vida (por ejemplo, que me pasé 4 meses de pinta en la secundaria o que estuve a punto de “aconchabarme” en Colombia).
Me indicaron que volviera a la salita de espera, es decir: que diera dos pasos hacia atrás.
Hasta entonces recapacité en lo que había escrito; seguro piensan: “Este wey es más disfuncional e inadaptado que un ajolote en el desierto. Dile que nosotros le llamamos”.
No tardó en salir un señor igualito a Jean–Paul Sartre (sólo que éste muy animado y sonriente). A éste sí le subía agua al tinaco, o dicho más claro: le caminaba el melón, pues lo primero que hizo fue criticar la mampara carcelaria y nos sentamos en otro lado; comenzó a preguntarme por detalles sobre el uso de software para edición, entre otras especificidades.
Regresé a la salita bla, bla, bla... y no tardó en salir una chava muy cortés (con las uñas larguísimas y pintadas de forma artesanal, que me hizo pensar: “¿a qué hora duerme?”): me entregó una hojita con los documentos que debía presentar para el contrato y preguntó: “¿Podría venir a partir de mañana?”
Estuve a punto de decir que sí, pero argumenté que aún debía entregar algunos pendientes en la editorial (el mugre libro de Biología del que algún día habrá crónica: “Auge y caída de un libro inexistente”), pero sobre todo porque ese día era el concierto de Dylan, lo que anunciaba peda posterior, desvelo y demás menesteres.
Al salir, se confirmó una vez más lo que me ha ocurrido siempre: toda expectativa es desquebrajada por el peso de los acontecimientos. Aunque trato de llegar como sugería Chesterton (“...nada esperes, ni siquiera/ en el negro crepúsculo la fiera”), terminan por invadirme los prejuicios y la mayoría de las veces (salvo cuando es indispensable estar titulado para obtener empleo) yo mismo me saboteo.
A partir de entonces me levanto a las 5:30 de la madrugada (ándele: primera disciplina para un huevón nocturno), y aún así apenas llego derrapando a las 9.
Dejé el bastón (aunque hay días en que me duele el pie como si acabara de esguinzarme de nuevo) y he vuelto a recuperar uno de los mayores placeres de esta vida: leer largo y tendido mientras viajo en transporte público.
Mi nueva chamba me sirve de terapia: reviso o redacto textos de carteles, cartas o promociones publicitarias; se aprueban mis propuestas casi a la primera (pocas veces hay modificaciones); se producen y a otra cosa. Ver algo que se concreta me va devolviendo la confianza, pues en la editorial (luego de batallar durante casi un año con libros de Ciencias y hacer correcciones interminables que terminaban, por alguna extraña razón, tal cual como los había propuesto en un principio) llegué al extremo de no ver lo más evidente de un texto con errores garrafales (sobre todo de sentido).
Creo que no pude encontrar mejor opción: los que ahora son mis compañeros de trabajo me integraron de volada y son bien alivianados, nadie me cuestiona por lo que hago y están a gusto con los resultados y, lo más fabuloso de todo: no se dejan pendientes para otro día: todo se resuelve, así sea a las 9 de la noche, ahí mismo.
¿Qué más le puedo pedir a la vida? (NO se aceptan sugerencias: quiero disfrutar de esto que siempre pensé era un mito y que algunos llaman “estabilidá”.)

Ciclopista Parentética

(o de cómo un puente dimensional nos lleva a la naturaleza feliz)

Como lo mencioné hace unos días, he aquí las pruebas (espero que Maussan no detecte en alguna silueta difusa a un extraterrestre que aprovechó la ocasión para materializarse en nuestra dimensión de modo fugaz) de cómo quedó esta calle:

Lo que me pregunto es por dónde entran los carros que se ven ahí estacionados, si toda la calle está llena de hoyos (desde hace una semana que borbotea una coladera inmunda, maloliente) y metros antes de los carros hay otro montículo de cascajo como éste (hay cuatro a lo largo de la calle). Ese sí es un misterio del milenio y no “aproximaciones” (palabra alterna para no verse grosero y decir “mamadas”).

















Más adelante, lo que parece el puente de la ciclopista, en realidad es un puente dimensional...















...pues sólo al cruzarlo cambian, no sólo las calles sino hasta la naturaleza.



Y como muestra, un botonzazo:









¿A poco no es como si de repente entrara la voz en Off de Bob Ross señalando: “Aquí vive un arbusto feliz”? Aunque también podría interpretarse así:


(Diálogo entre arbustos):

Arbusto sonriente:
-No mames wey, ¿y tú qué se supone que eres, un cactus con mutación?

Arbusto amorfo:
-No me estés jodiendo, que a ti te dejaron las greñas de Don King.



De sobra está reiterar que, siendo una u otra versión, el arbusto...













....es feliz.

jueves, 13 de marzo de 2008

call center

Primera parte de quién sabe cuántas.


Antes de renunciar a la editorial, recuerdo que le comenté de manera rotunda a mi cuata Abi (quien trabaja buscando gente para contratarla en chambas de la más diversa variedá) que estaba dispuesto a cambiar radicalmente de trabajo:

(Dramatización):
—Así sea en un Call center, pero no quiero volver a editar libros por un buen rato.
—No te imagino en un trabajo así –respondió Abi con todo el sentido común que la ha distinguido desde adolescente.
—Ya verás que sí –respondía el orgullo pendejo... con cierto oscuro temor.

Era cierto, yo tampoco me imaginaba haciendo aquello que detesto tanto o casi más que los políticos de este país: llamar por teléfono a pobres incautos para embaucarlos con tarjetas de crédito, afores y demás porquerías que sólo aumentan la ya de por sí sobrecargada cartera vencida.

Transcurrió más de una semana que oficialmente ya no pertenecía a la editorial, pero aún así me llamaban para asistir a reuniones (en la última no nos bajaron a todos de pendejos y de cobardes) y no se veía ninguna alternativa de ingresos por ningún lado. Así que: anuncio que aparecía en la red, por miserable que fuera la paga, lo cliqueaba (¿así se escribirá?) de inmediato esperando que cayera cualquier cosa. Creo que fue el cómico Nateras (¡?) quien aseguró interpretando a “Caro” Quintero: “Para un desesperado, cualquier hoyo es salvavidas”. Aunque, pensándolo bien, el Ayatolá de la Mota hizo tantas declaraciones cagadas (como aquella de pagar la deuda externa si lo dejaban libre), que lo más probable es que si fuera suya.

Un día antes del concierto de Dylan me llamaron para concertar una entrevista. No recuerdo si estaba crudo, dormido, desvelado o una mezcla de las tres cosas, pero apenas si coordiné trabajosamente para anotar la dirección y la hora de la susodicha. Hasta el día siguiente me di cuenta que jamás pregunté cómo se llamaba la empresa ni para qué puesto sería la entrevista. Y ahí voy: a las 8 de la madrugada camino a Olivar de los Padres (¡a San Jerónimo y más allá!), buscando una calle que hasta los taxistas más colmilludos desconocían su existencia. Por fortuna, el servicio de GPS del tamagochi (¡te queremos Tamagochi, te queremos!) me indicó que por Avenida Toluca podría acceder a ese agujero dimensional que no aparecía ni en la Guía Roji (el libro sagrado que ha respondido puntualmente a todas mis dudas existenciales desde la infancia); y cómo iba a aparecer si esa calle fue, literalmente: “borrada del mapa”, para dar cabida a la ciclopista que a huevo insertaron entre callejuelas, parques e incluso casas (pronto pondré fotos, lo juro).

Como en toda Guadalajara (en particular Mariano Otero), Avenida Vallejo y toda calle que se hable de tú con el caos, la numeración no era continua, así que del 4320, al siguiente ¿edificio, lote, bodega...? le tocaba el 312, y la próxima ¿escuela, fábrica, casa...? ostentaba un 528 pintado casi a madrazos.

Por fin encontré el 427 y... ¿qué es lo primero que llama mi atención?: un gran letrero donde se anuncia que contratan “ejecutivos de Telemarketing” de tiempo completo.
“Tómela por hocicón”, me dije en silencio. El taxista me preguntó con preocupación (llevábamos casi dos horas buscando la mugre dirección y el taximetro ya marcaba casi 200 varos): “¿Tampoco es aquí, señor?” (Hace mucho que dejaron de decirme “joven”, pero ya no me trauma; menos desde que traigo bastón.) Estuve a punto de decirle que nos regresábamos, pero también me dije: “Ya estás aquí (tarde, pero al fin llegaste) y, ¿qué puedes perder, salvo tragar un poco más de mierda que el vago azar ha sazonado especialmente para ti?”

domingo, 9 de marzo de 2008

camino a la chamba

Quién no ha visto situaciones, carteles o pegotes graciosos en el metro.
Pues bien, me encontré esto el martes pasado:


Se lo enseñé (por supuesto: la imagen, no me empiecen a alburear desde este primer post inaugural) a un compañero del trabajo (al que entré esta semana y del que pronto haré las puntuales crónicas de cuanto ahí ocurra: sea), y me dijo: "el otro día en la línea 2 vi uno que decía 'Poponte', y era un corazoncito invertido en lugar del árbol" (nótese la propiedad en mi cuate).
Por supuesto, imaginé que se trataba de alguna propuesta visual de algún estudiante de diseño o dibujo (¿línea 3? Claro: algún universitario). Así que le di el googlezaso (o como se escriba) y los únicos resultados fueron una página argentina, una usuaria de Hi5 y varios mensajes de una página de mujeres gay (¿todavía será peyorativo decir "lesbiana").
En fin, si alguien sabe del autor(a) de estas imágenes, mis más sinceras felicitaciones y ojalá pronto veamos símbología en el metro (al metrobús le haría falta, ¿alguien recuerda cuáles son los dibujos de Tabacalera o Félix Cuevas?) de estaciones que ya todo mundo dice y usa desde hace largo andar: Patrioterismo, Chimpancé, Mixiote, Miaducto, Devolución, Anormal, Chavanaco, Mortales, Termita, General Canalla, Aquiles Cerdón, entre otros de cuyo nombre no puedo acordarme (se aceptan sugerencias).
Por ejemplo, sería una delicia encontrar en la estación de San Lázaro (en lugar de un trenecito) el contorno de un diputado haciendo la Roque señal (¿no me digan que no se acuerdan?). He aquí una imagen de la famosísima (cortesía de Secuencias de la mente):

http://secuencias-de-mente.blogspot.com/2006/05/la-roqueseal.html

En mi afán de buscar más señalizaciones cagadas (sí, lo sé: de origen ya son harto horrendas e involuntariamente graciosas, en especial las de las estaciones más recientes), me encontré con esta opinión de diseñador:

http://blog.rancdesign.com/index.php?id=8

Bueno, aquí le paro... ¡que se me va el metro!