domingo, 30 de mayo de 2010

Animales que se drogan

por el Dr. Ian Q. Carrington

En Etiopía es harto conocido el relato sobre el descubrimiento del café gracias a las cabras. En el año 300 d.C., en un día caluroso, era común ver a la cabras saltar sobre las rocas, trepar y descender por pendientes imposibles y declives tortuosos. Por lo regular, al ponerse el sol, se quedaban dormidas, pero aquella noche saltaban de forma incontrolable, bailoteando y persiguiéndose entre ellas, mientras sus ojos se movían de forma accidentada en todas direcciones.


Un pastor llamado Kaldi notó que las cabras sólo se detenían para roer las bayas de cierto arbusto y, luego de comerlas, seguían brincando a la luz de la luna. Eso es lo que más llamó su atención: que se comieran las semillas y no las hojas, como hacían con cualquier otra planta. La leyenda dice que Kaldi las probó —a pesar de su amargo sabor— y experimentó la misma euforia de las cabras. Luego comunicó su descubrimiento a los monjes de un templo, quienes pronto las usarían en sus rezos nocturnos.
Esta leyenda confirma el hecho de que el ser humano comenzó a consumir sustancias que alteraran sus sentidos al imitar el comportamiento de los animales: observaban qué comían éstos y ello era garantía de no morir envenenados. Pero no todo cuanto consumen los animales es alimento.


En la Antigüedad se consumían sustancias que alteraran el estado de conciencia, no para «alejarse de la realidad», sino para acercarse más a ella y explicarse, por medio del pensamiento mágico, la naturaleza y el origen del cosmos.


¿Qué significa «droga»?

La palabra «droga», por nuestro contexto sociocultural, de inmediato se asocia al concepto de «adicción» —en el más indulgente de los casos—, «vicio» o incluso «delincuencia organizada». Droga, además de las connotaciones de «deuda», es una palabra de origen oscuro que en castellano parece provenir del norte de Francia. Tal vez proceda de la palabra celta que significa «malo» o «de mala calidad» —bretón: droug, galés: drwg, e irlandés: droch—, que se abría aplicado a las sustancias químicas y a las mercancías ultramarinas en el siglo XV. María Moliner la registró en su diccionario como: «cualquier sustancia que se prepara y vende para cualquier finalidad: usos industriales, para pintar, limpiar, etcétera. Particularmente, cualquier sustancia natural o sintética que se emplea en medicina, especialmente las de acción enérgica». El diccionario de la Real Academia Española adoptó esta acepción con algunas variantes y actualmente también la registra como «actividad o afición obsesiva» y «persona o cosa que desagrada o molesta».
A continuación describiré algunos ejemplos de animales que, sin intervención humana, consumen y frecuentan ciertas plantas u hongos para alterar su estado nervioso y que, lejos de llegar a una conclusión, nos abren un panorama de lo mucho que aún desconocemos de la naturaleza y que apenas es objeto de estudios más detallados por parte de los especialistas en el tema. La mayoría de estas referencias están fundamentadas en las investigaciones del psiquiatra Ronald K. Siegel,[1] que ha realizado un trabajo único en su campo.


El gato volador

El ejemplo más cercano de animales que se drogan, es el de los gatos domésticos. La nébeda (Nepeta cataria), también conocida como «menta de gato», es una hierba muy común que crece en los campos silvestres. Cuando un gato común (Felis domestica) entra en contacto con esta hierba, tiene un comportamiento en cuatro fases: husmea la planta repetidamente —para el olfato humano estas hojas tienen un olor similar al de la hierbabuena—, luego lame o mastica las hojas. A menudo se demora en mirar el cielo con semblante ausente y, de pronto, agita velozmente la cabeza de uno a otro lado. Después frota su hocico y sus mejillas contra la planta y finalmente restriega todo su cuerpo contra la planta; los más sensibles dan ligeros golpes a la planta con sus lomos.
En pruebas de laboratorio, cuando se les ha suministrado extracto de nébeda a los gatos, las reacciones son más intensas: retuercen la cabeza violentamente, salivan en abundancia, muestran síntomas de extrema excitación del sistema nervioso central, así como de excitación sexual. A partir de estos experimentos se ha comentado la hipótesis de que esta hierba fue fundamental en el desarrollo evolutivo de los gatos salvajes para predisponerlos a la actividad sexual: un afrodisiaco natural de primavera. Se ha descubierto que el grado de respuesta que pueda tener un gato a la nébeda se debe a la presencia de un gen, pero como actualmente muchas generaciones de gatos jamás entran en contacto con esta planta, sólo 60% de los gatos responde a sus efectos. Pero aquellos gatos que descubren la planta, la frecuentan a diario. Todos los felinos reaccionan parecido a la planta de la nébeda. Al igual que los gatos domésticos, los jaguares de la selva amazónica se curan con hierbas para vomitar, como la Banisteriopsis cappi,
una planta trepadora que produce «un comportamiento juguetón en quien la consume». Los indígenas del Amazonas imitaron al jaguar y la ingieren para agudizar la sensibilidad de sus sentidos.

Elefantes rosas

No es casualidad que Dumbo —el personaje de Disney que podía volar debido a sus grandes orejas— se pusiera una borrachera paquidérmica al grado de comenzar a ver congéneres de color de rosa, pues los elefantes tienen una inclinación especial hacia el alcohol. En África, los elefantes muestran gran avidez por los frutos de los árboles de distintas familias de palmas (doum, marula, mgongo, palmira). Cuando están maduros, estos frutos tienden a fermentar rápidamente, algunos incluso cuando siguen sujetos al árbol. Luego de que los elefantes han consumido todos los frutos caídos, agitan y golpean los árboles para que caigan más. El proceso de fermentación de este fruto, produce alcohol etílico de 7 grados y se sigue fermentando incluso en el aparato digestivo de quien lo consume. Esta costumbre de los elefantes dista de ser accidental. Una manada de elefantes recorre normalmente una decena de kilómetros al día, pero cuando es la época de maduración de estos frutos —en especial, de la especie Borassus—, los machos adultos pueden separarse de la manada para recorrer hasta 30 kilómetros en un sólo día.
Los elefantes indios de Bengala y los de Indonesia no son excepción: consumen con avidez los frutos del durián (Durio zibethinus).
De hecho, diversas especies buscan este fruto fermentado: monos, orangutanes, «zorros voladores» —una especie de murciélago— e incluso tigres de Sumatra, cuya dieta es carnívora. Se sabe de casos de niños que recogían y transportaban estas frutas y, al ser atacados por un tigre, en lugar de atacar a las personas, se quedaban con el botín etílico. Los elefantes que se sacian de los frutos del durián se tambalean y caen al suelo en estado de letargo. Los simios pierden la coordinación motriz, agitan la cabeza y les fatiga subirse a los árboles. Pero la afición de los elefantes por el alcohol va más allá de consumir sólo frutos. En 1985, en Bengala occidental, una manada de 150 elefantes irrumpió en un laboratorio clandestino en el que se producía alcohol y bebieron grandes cantidades de malta destilada. Como consecuencia de su borrachera, salieron corriendo sin rumbo fijo dejando un saldo de cinco personas muertas, una docena de heridos: siete casas de ladrillos y una veintena de cabañas destruidas. Los elefantes borrachos son muy susceptibles: se asustan con facilidad ante sonidos o movimientos repentinos y esto los vuelve agresivos como reacción defensiva.


Se descarta que las plantas y hongos alucinógenos que consumen algunos animales se deba a una conducta adictiva, porque no conllevan dependencia física ni crisis de abstinencia.

Lluvia de pájaros

A los pájaros se les conoce un caso de «borrachera colectiva» y se da entre los petirrojos americanos en el curso de sus migraciones anuales —en el mes de febrero— cuando se trasladan hacia California. Las primeros registros de este comportamiento datan de la década de los años 30. Bandadas de miles de petirrojos (Turdus migratorius) se posan sobre unos pequeños árboles llamados «acedo de California» (California holly) y se comen los frutos, que los pobladores locales llaman «bayas de Navidad». Durante casi tres semanas, es posible observar una auténtica juerga entre los pájaros, que vuelan desorientados y confundidos. Se ha comprobado que con cinco frutos es suficiente para embriagar a estas aves, pero cada una come más de una treintena. Sin embargo, aún no se sabe cuál es la verdadera reacción que ocasionan estos frutos entre los petirrojos, pues al revisarlos en la autopsia ni los frutos ni el contenido de su estómago muestra signos de fermentación, por lo que el término «borrachera» se usa sólo para describir su estado de euforia. A pesar de su glotonería, los pájaros sobreviven a esta experiencia y continúan su viaje, sin consecuencias notables.

Cabe aclarar que existen muchos casos de la adicción de las aves a ciertas plantas o frutas, como los que sienten especial atracción por las semillas del Papaver somniferum y son un conocido flagelo de las plantaciones de opio. Y se sabe de los gorriones que se introducen en los almacenes para alimentarse sólo de las semillas de cáñamo. Este peculiar alimento parece producir en las aves diversos grados de estimulación y excitación. Varios criadores de aves —de papagayos o canarios— añaden cáñamo en la dieta de sus mascotas para «mejorar su canto» o «aumentar su locuacidad».

Los renos de narices rojas

El bello hongo que aparece en caricaturas o en cuentos para niños —basta recordar las peculiares casitas de los Pitufos—, de sombrero rojo y cubierto de manchas blancas, es el alucinógeno por antonomasia: Amanita muscaria. El origen de su consumo se pierde en la noche de los tiempos y, los datos arqueológicos y etnográficos, han demostrado su difusión por Asia, Europa y América. Este hongo crece bajo árboles de coníferas y abedules y, en los bosques de Rusia, son el manjar de los renos durante el verano. Una vez que lo han ingerido, corren de uno a otro lado sin fin aparente, retuercen la cabeza y se aíslan del rebaño.
Los caribúes de Canadá también frecuentan esta ebriedad fúngica y, al igual que los renos de Rusia, agitan las patas posteriores con torpeza y retuercen su cabeza. Sin embargo, este comportamiento tiene consecuencias para la manada, pues las madres en ese estado dejan a las crías sin protección, a merced de los depredadores. Varios animales consumen hongos, por lo general, de los géneros Psilocybe
y Panaeolus. En México, no es extraño que donde existen estas especies de setas, los perros se las coman. Sus reacciones consisten en correr en círculos, retorcer la cabeza, aullar sin motivo aparente y negarse a obedecer las órdenes de sus amos. Aún no queda claro si los perros son conscientes de lo que les pasaría luego de ingerir estos hongos, pero un caso probado de esto, se produce entre las cabras, que son capaces de atacar a quien sea con tal de quedarse con un botín alucinógeno.
El menor bocado de Amanita muscaria
produce en los mamíferos un notable estado de ebriedad, caracterizado por las contorsiones de la cabeza: la manifestación más común en los animales que se encuentran en ese estado, pues los renos no son los únicos: también lo consumen ardillas y varios insectos, en especial las moscas, de ahí el origen del nombre de este hongo.

«Inevitables golosas»

Al Amanita muscaria también se le conoce como «matamoscas» porque se empleaba como «remedio» para eliminar estos molestos insectos. En el siglo XIX todavía era común los sombreros de este hongo en los alféizares de las ventanas como insecticida. Pero en esa misma época ya había entomólogos que se percataron que las moscas en realidad no morían al entrar en contacto con este hongo, sino que entraban en un estado «letárgico». Por ello, una vez que las moscas quedaban inmóviles, aconsejaban arrojarlas al fuego. Con el tiempo, se comprobó que la parte más activa del hongo es la que está justo debajo de la cutícula roja del sombrero, donde se localizan la mayoría de los alcaloides isosazólicos —ácido iboténico—, que son los mismos agentes alucinógenos para el ser humano. Antes se creía que el agente tóxico para las moscas era la muscarina, pero al suministrar en laboratorio muscarina a los insectos, éstos no se vieron afectados. Las moscas se intoxican con los mismos alcaloides que afectan al ser humano.

Esto que a nosotros nos sorprende, lo han sabido de toda la vida los sapos que viven cerca del Amanita muscaria y aguardan que los insectos se posen en el hongo, alucinen y terminen como alimento «bien viajado».



El doctor Ian Q. Carrington es un etólogo autodidacta que ha estudiado a las especies más diversas en su estado natural. Su pasatiempo favorito consiste en abrir una botella de vino, servirse una copa y esperar a que aparezca ese mosquito que inmortalizó Quevedo en sus versos etílicos; el mosquito (Drosophila melanogaster) cae en la copa, lo saca «más ebrio que una cuba» y lo deposita en una servilleta. Al cabo de un tiempo, el mosquito remonta el vuelo. Es autor de “Manual para conversar I” —bajo el sello de Otras Inquisiciones—, con los datos inútiles más increíbles y extraños que pueden convertirse en indispensables cuando es necesario «romper el hielo».



[1] Intoxication. Life in Pursuit of Artificial Paradise. New York. Pocket Books. 1989. 8°. 390 pp.