jueves, 12 de marzo de 2009

De los rechazados

Cantidad de veces me han rechazado (¿a quién no?), pero en especial propuestas de texto para libros, revistas y demás parafernalia letrosa.
Por lo regular, borro el texto y paso a otra cosa: intentar dar con el que será aceptado, con la plena certeza de no saber por dónde carajos comenzar.
Sin embargo, en esta ocasión quise conservar este intento de escritura, no sólo porque sea más realidad que ficción, sino porque creo que la verdadera forma de deshacerse de un relato indeseable -aunque tenga intenciones de explicar el sentido de una palabra, como en este caso-, es publicándolo, arrojarlo a este mar saturado de botellas con mensaje.

Allá va:


conchabar, desconchabar

Más certero no podía ser, apenas salí de la aduana, se me abalanzó y permanecimos así por... ¿segundos, minutos, horas? Todavía no mediábamos palabra y yo ya tenía la plena convicción de que ésa era la persona con quien me quería conchabar de por vida.
Los primeros días todo fue miel sobre hojuelas: paseos idílicos, disfrutar de comida distinta, comprender un lenguaje y unas costumbres que, a pesar de ser muy parecidas a las de mi lugar de origen, conservaban un fondo de insondable oscuridad.
Pero nada de eso me hacía cambiar de idea, al contrario, cada detalle me aconchababa más a su compañía.
—¿Acon... qué? —me cuestionó con un aire solemne que se iba tornando en molestia.
Yo lo dije en el sentido de «mancomunarnos», pero ella tal vez lo interpretó como se usaba en el siglo XV: «ajustar o requerir los servicios de una persona» o peor aún: «contratar a alguien para un servicio de orden inferior, generalmente doméstico».
Intentando mejorar las cosas, dije:
—Conchabar significa «unir, juntar, asociar» —pero resultó peor.
—Claro que lo sé, no me trates como idiota.
El camino de regreso fue lo más álgido que había experimentado jamás. En medio de tanto silencio, no hacía más que meditar en el origen de esa palabra que había dado al traste con todo: del latín conclavāre —acomodarse en una habitación—, y a su vez viene de conclāve —habitación íntima y reservada—, y eso era lo que quería, no pedía más: arrejuntarme con esa mujer que, hasta ese instante, parecía la más maravillosa del orbe.
Las dos semanas restantes fueron las más confusas de mi vida; omitiré los acontecimientos a detalle, pues no vale la pena reparar en lo desafortunado, pero cada día me convencía de una sola cosa: deconchabarme a como diera lugar, no sólo de esa mujer, sino de aquella ciudad, de aquél país, de todo lo que me remitiera a nuestro triste desencuentro.
El día de mi partida, en lugar de su recuerdo, lo único que logré desconchabarme fue un tobillo, mientras corría como desesperado para no perder el boleto de vuelta a casa.