domingo, 20 de abril de 2008

El fin del mundo se acerca...

(Insuficiencia renal 2: la ruta al infierno... corrijo: hacia Ecatepec)

Justo en el momento que subí a un taxi en la estación de Indios Verdes (después de buscar afanosamente cierta ruta –a San Pedro Tambos– que nadie conocía ni me sabían dar razón) para ir a la clínica donde trabaja mi cuate Israel (y donde me atendieron de la “descompostura” de hace tres semanas), entró una llamada de mi tocayazo: el Carleone.

No sabía si indicarle la ruta al taxista, contestarle al tocayazo o dejarme llevar por las alucinaciones (pues con la fiebre desde la madrugada veía cosas bien pachecas que se mezclaban con lo que ocurría en la supuesta realidad).

Nunca supe qué me dijo ni qué le respondí a mi tocayo, pero lo único que pude entender fue algo apocalíptico:

—Me caso.

Por más fiebre, rigidez, fatiga, entre los demás síntomas (uno más lindo que el otro que después me explicarían se trató de un principio de insuficiencia renal detectado a tiempo y por el me tuvieron horas en una plancha con agujas y demás terapia de choque) que me vapuleaban, pude responder:

—¡Contra quién?

—Pues con la negrita, ¿quién más se dejaría?

Si de por sí me sentía del nabo enterrado (sin albur), la sorpresa me produjo mareos. Apenas si anoté la dirección donde sería la boda y con la poquísima conciencia que aún me restaba detecté que tal vez se trataba de una mala broma:

—Pero, no el Zumma... ¿es un bar? ¿Ahí es la pachanga posterior?

—No wey, ahí es la boda.

Preferí estar un poco más consciente para disertar sobre el asunto, así que me despedí como pude y entonces me di cuenta que el taxista me llevaba a quién sabe dónde.

Había topado, no con el taxista más pendejo del mundo, sino del universo conocido (y por conocer). Hasta donde recuerdo y en lo que encontraba la dirección exacta, le dije: “Hacia el norte”; y por alguna razón ya íbamos sobre Insurgentes camino al sur. Le llamé a mi cuate Israel para preguntarle dónde conchas estaba la mentada clínica, pues horas antes no me había podido explicar bien la ubicación, sino que me dio “la ruta para llegar (¡en combi!) desde Indios Verdes”. Como no encontré la ruta ni las combis ni nada que me había descrito, recurrí al único transporte que me ha llevado a donde sea desde hace 15 años: taxi. Cuando me dijo bien la calle, colonia y el municipio (que no había mencionado), entonces la medalla al más pendejo del universo me la cedió el taxista: Ecatepec.

Por supuesto que no llegaría hasta allá en taxi (tienen prohibido cruzar las fronteras estatales) y me llevó al metro Deportivo 18 de marzo –otrora Basílica–, donde otra vez volví a dirigirme hacia Indios Verdes (el deja vu más mal pedo que me ha ocurrido jamás) y buscar a huevo la ruta de las pinches combis: la misma que una hora antes a nadie le sonaba familiar y una que otra persona se ofendió, pues pensaron que me los estaba albureando. Creo que la encontré más por probabilidad que por haber seguido las indicaciones, me subí y de inmediato sentí el rigor de las miradas de los demás pasajeros en las que casi se les podía leer con subtítulos: “¿A qué hora nos vomita a todos y cae muerto este idiota?”

Traté de fijarme en las “referencias” para llegar a la dichosa clínica, pero por más que estiraba el cuello era imposible ver algo a través de las diminutas ventanas: tapadas por bultos que llevaban los demás pasajeros (siempre me he preguntado qué tanta cosa llevan en esas enormes bolsas de plástico que se usan para meter cadáveres). Así que cuando empecé a ver un páramo terroso, desolado y sin futuro (“gris monstruoso”, cual poema catastrófico de mi cuate Josémilio) me bajé y detuve un taxi (éste ya del Edomex): un vocho intonso que despedía hedor a gasolina hasta por el volante y del que brotaba una bola de estopa. “Por si me faltaban motivos para malviajarme”, pensé. Le dije la dirección, los “referentes” cercanos (una bodega Aurrerá –pensé que habían desaparecido hace años– y una farmacia) y se encaminó en sentido contrario. De pronto, el motor se detuvo y nos quedamos en medio de la nada. No es exageración: en verdad no había ni camino trazado, sino una senda polvorienta que no parecía llevar a ningún lado: de un lado había una barranca y del otro un terreno baldío con elevadas matas de hierba seca. Entonces comenzó una tolvanera de película del oeste; sólo faltó que comenzaran a rodar esas borlas de ramas secas (pero la íngrima suerte no cumple caprichos). Por fortuna pasó un taxi vacío y me subí al tercero de la tarde.

Me ahorraré la descripción del último viaje tortuoso, que no terminó ahí (me cagoteó el taxista, porque me indicó que sólo se deben abordar los autos que tienen cuadritos colorados: "Los otros son piratas y seguro lo asaltan"): sino que todavía tuve que recorrer unas callejuelas intrincadas a pie (llenas de tarimas y camiones de redilas de los que desmontaban luces y equipos de sonido, pues se veía que más tarde habría fiesta en el barrio) para al fin dar con la mentada clínica.

En la esquina ocurrió el colmo de los colmos: quise comprar una botella de agua en una tiendita (que era parte de una casa) y como la señora no tenía cambio, me dio puños y puños de chicles de una marca que jamás había visto y que aún conservo, pues cuando los probé la textura y el sabor parecían de cera de veladora: lamentables.

Igual me reservo la descripción del tratamiento (qué necesidad hay de regodearse en el sufrimiento), pues esto es sólo el preámbulo para contar lo mero “prencepal”: las señales que auguran el fin del mundo. Por supuesto, en otro post.

martes, 8 de abril de 2008

¿Insuficiencia qué?

Primera de a ver hasta cuándo sobrevivo (o me alcanza la necedad) para dar fe de estos escabrosos asuntos.

¿Insuficiencia qué?

—Renal —repitió la doctora (bata de la UNAM), al tiempo que me aplicaba un interesantísimo cuestionario sobre mi familia.
Por supuesto que le había entendido a la primera, pero era de las poquísimas veces que mis sospechas no querían confirmarse, pues antes de reunir las fuerzas para ir a un chequeo, me di a la tarea de buscar qué posible padecimiento me afectaba buscando los síntomas en páginas médicas de Internet.

Cuando estuve en “centenaria-y-célebre-revista-noña-que, a-pesar-de-ello-continua-siendo-la-más-leída-del-mundo” (ay, ¿usté cree...?) el buen Mario me enseñó a identificar las páginas confiables de medicina que son respaldadas por instituciones académicas (como la UNAM), centros de investigación (como la UNAM) u organismos descentralizados que se especializan en reunir opiniones de expertos de todo el mundo (como la UNAM), además de cotejar la traducción de las mismas (casi todas las patentes de investigación se publican primero en inglés... ¿por qué será?) con el famosérrimo “libro asqueroso”, mejor conocido en el bajo mundo como “El Mosby”. No sé cuál de los dos adjetivos suene más aterrador, pero las ilustraciones que contiene este engendro del infierno reiteran mi idea de que algo dañado deben tener los médicos en su naturaleza para soportar las consecuencias de cada vomitiva e inenarrable enfermedad, síndrome o trastorno (no, no son sinónimos: no es lo mismo que lo mesmo), que de sólo recordarlo vagamente me crujen los dientes y se me empieza a cerrar un ojo por lapsos repetitivos.

Flash, flash: debido a los severos daños que ha provocado recordar tremendo horror, este post necesita liberarse de algún modo, así que no habiendo nadie cerca a quien vilipendiar o mentarle su mauser, he aquí la:

Brevísima (aunque no por ello menos traumática) descripción de “El Mosby”.

Editado por McGraw–Hill (esa misma editorial donde me han llamado no una, ni dos, sino hasta tres veces para fungir como editor, y siempre me salen con el pretexto de que debo estar titulado para que me contraten; entonces no entiendo por qué me llamaron la segunda –y para colmo, no acabo de comprender por qué acepté ir en la tercera ocasión, si era predecible el descenlace... lo que hace el morbo, chingao–, si desde la primera ya sabían que un título no se obtiene en menos de un año... a menos que te apellides Fox), el Mosby es casi un catálogo de los diversos tormentos que nos podrían esperar cuando el destino nos mande-al-averno (en caso de que la teoría de Salvador Elizondo sobre el Infierno sea cierta). En primera, se trata de un señor tabique inmanejable, incluso a dos manos. Es cuando uno ve la utilidad a los... ¿alguien sabe como se llaman esos utensilios de madera (u otro material) donde se puede dejar un librote abierto para consultarlo sin la prisa que es inversamente proporcional al peso? Iba a escribir “atril”, pero ese es donde ponen sus partituras los músicos, y son harto frágiles y livianos, y nada que ver con el mazacote que puede sostener señores tabiques con los que seguro talan un ahuehuete para imprimir cada uno.

Para no darle más vueltas al asunto (já: amable lector, disculpe al escribano, pero algunos síntomas del tratamiento son desvaríos y desorientación), en dicha revista uno revisaba artículos o secciones con el ferviente deseo de no consultar ese espanto.

Estoy casi convencido que los verdaderos editores de ese libro fueron George A. Romero y Vincent Price (pss, con seudónimo, a huevo), sólo que en este caso con buenos efectos especiales: toda clase de deformidades, mutaciones, carcinomas, enfermedades degenerativas y ejemplos “tumorísticos” (o como se escriba) presentados de la forma más explícita y enferma que pueda existir. Si usted es de los aficionados a las menudencias en descomposición y se regodea con el sufrimiento ajeno (o le es suficiente con imágenes grotescas que hacen ver al “gore” como un juego de química Mi Alergia –no es dedazo: sino “propositorio”–), qué espera, ¡vaya por su Mosby!

Finalmente no todo fue tan desagradable con ese libro, pues gracias a él aprendí la diferencia entre “traqueostomía” y “traqueotomía”, o algo tan básico y recurrente como “inmunológico”, “inmune” o “inmunitario”, entre otras palabrejas que parecen simples, pero que hasta la fecha nunca he visto usar de forma correcta a ningún médico (ya no se diga en las traducciones de la telera: con los programas “especializados” de Canal 22 sobre Ciencias o en Dr. House, uno pasa del coraje a la risa por la cantidad de incoherencias que repiten de forma recalcitrante quienes se encargan del doblaje al estilo moco suena).

Justo el sábado, al salir del tratamiento que me devolvió cierta movilidad y prolongó mi sufrimiento sobre esta tierra, mi cuate Israel comenzó una discusión sobre un terminajo de esa índole. De sólo pensar que podía sacarlo de su necedad y confirmar mi observación acudiendo al Mosby... preferí darle la razón. Me remití a disfrutar el regreso desde Ecatepec. Compré alegrías en el metro Hidalgo. Y todos contentos.

(Continuará... como dicen en mi pueblo: “Si diosito me da licencia”; –sí, con minúscula, porque no me merece el menor respeto ese dios vengativo, rencoroso y harto contradictorio–.)