miércoles, 19 de marzo de 2008

Call center (la venganza)

Segunda parte de una serie que se anuncia infinita (por favor)


Desde que bajé del taxi, no es que me hiciera expectativas de ningún tipo, simplemente me imaginé lo peor. Uno de los grandes letreros (ya de cerca pude ver el segundo) había sido víctima del graffiti “pandilleril” y en sus deslavados colores podían leerse dos cosas: que ahí entraba y salía gente para esos puestos con demasiada frecuencia o se trataba de un engaño de “pirámide invertida” o algo similar (perdón por ser tan desconfiado, pero uno se encuentra con cada fraude...).

Lo primero que me extrañó es que la puerta principal estuviera entreabierta. En verdad la pensé para cruzar el umbral; no hacía más que repetirme: “Ya sabes lo que vas a encontrar y es seguro que no te guste”, pero por otro lado la necesidad insistía: “De esto a nada, ¿con qué vas a cubrir los gastos este mes?” Toqué el timbre y una voz lejana (que en nada se parecía a la de la conciencia) apenas se podía distinguir: “Paaaasee”.

Una mesita intonsa, como de ministerio público rural, servía de registro; dejé mi identificación a una mujer policía; me dio el gafete de rigor y me senté en una especie de salita de espera, donde aguardaban muchachos de mirada desconcertada y paciencia infinita. Me dieron a llenar la hoja de antecedentes laborales, donde a uno le preguntan cosas tan prácticas como: “¿Perteneces a algún sindicato, asociación o club social?” (y en la que dan ganas de responder: “Sí, al exclusivísimo club del Freelance perpetuo: 37 millones sin derechos laborales no pueden estar equivocados. ¡Únete!”).

A cada signo que sumaba a la solicitud, aumentaba mi arrepentimiento: “Aparte de que no me van a contratar, me van a llamar a diario hasta el mismísimo infierno porque les estoy dando hasta el apellido del perro que no tengo”. Total: mejor me apuré. Una vez que la devolví, me preguntaron para qué puesto me habían citado. Levanté los hombros en señal de desconcierto y el joven que recibía papeles, entrevistaba a los candidatos y aparte contestaba llamadas telefónicas, tuvo un momento de lucidez Divina y exclamó: “Ahhh... usted es el corrector”. Sentí un alivio como pocas veces en la vida, pues ya me imaginaba frente a una computadora y con una diadema telefónica diciendo: “Güenas tardes señito, le hablo de Amerikan Xpressssss...”.

Salió otro joven (todos entraban y salían de forma accidentada y se manejaban con tremenda cautela, casi rayando en la inseguridad). Dijo mi nombre en voz alta y me pidió que me sentara frente a él en un escritorio que estaba dividido por dos mamparas (no pude comprobar si eran de melamina ponderosa, sorry): parecía uno de esos cubículos que salen en las películas gringas cuando se visita a un preso (sólo faltaba el teléfono y el cristal de por medio). Me dijo su nombre (que no entendí) y comenzó a leer en voz alta los datos que escribí (haciéndome sentir más idiota de lo que de por sí parezco); me dio una “descripción de las actividades de la empresa” (cuyo nombre tampoco pude entender), y comenzó a emitir una letanía sin ritmo ni pausas de la que comprendí muy poco y recuerdo nada. Cuando terminó, me dijo que esperara de nuevo en la salita. Los jóvenes que estaban esperando desaparecieron; en su lugar ya había otros (y en mayor número), que llenaban apresuradamente las mismas solicitudes y casi todos dejaban la sección de “experiencia” en blanco.
Otra vez escuché mi nombre. Volví a la mesa de careo. Me repitieron casi lo mismo que la vez anterior (aunque ahora sí capté un par de cosas) y me dieron algunas indicaciones (y tres hojas de papel reciclado). Tomé la previsión de llevar mi laptop por si ese mismo día me realizaban algún tipo de examen, pero antes de que pudiera preguntar si lo podía hacer en la computadora, el chavo fue muy específico en que escribiera a mano. Chales. Aparte de las erráticas e inconexas frases que pergeño en mi libreta de mano (que yo mismo tardo en descifrar y que por lo regular terminan en la basura), hace mucho que sólo me fluyen las ideas con un teclado de por medio (sin albur).
Comencé a dizque redactar mis encomiendas: 1) una carta de una asociación civil ficticia que busque convencer al remitente de hacer una donación en apoyo a niños de la calle; 2) una nota periodística sobre las reformas al Código electoral; y 3) contar mi vida en una cuartilla. (¿En una cuartilla!: ¡No paquidermo del pleistoceno!)
Empecé por lo que consideré más “fácil”: la carta pedinche (sobre la que apenas pude emborronar un par de ideas, que revisándolas con todo rigor, a duras penas si armaban una en conjunto); entonces me fui sobre la nota del COFIPE. Aquí entró en mi ayuda Tamagochi (sí, soy dependiente de la tecnología, y qué) pues gracias a que encontré un par de notas en Internet, pude hacer una síntesis (y de paso enterarme sobre la controversia constitucional que los cinco partidos –otrora llamados “bonsai”– interpusieron ante el pleno del Congreso). Por supuesto, pedí un friego más de hojas, pues las primera tres apenas si me sirvieron para el borrador. Luego redacté la carta con puros lugares comunes (¿de qué está hecha toda campaña “levantalana”, sino de todo aquello que la gente quiere oír sobre algo en lo que no se quiere involucrar?). Y al final conté cualquier pendejada sobre mi vida (por ejemplo, que me pasé 4 meses de pinta en la secundaria o que estuve a punto de “aconchabarme” en Colombia).
Me indicaron que volviera a la salita de espera, es decir: que diera dos pasos hacia atrás.
Hasta entonces recapacité en lo que había escrito; seguro piensan: “Este wey es más disfuncional e inadaptado que un ajolote en el desierto. Dile que nosotros le llamamos”.
No tardó en salir un señor igualito a Jean–Paul Sartre (sólo que éste muy animado y sonriente). A éste sí le subía agua al tinaco, o dicho más claro: le caminaba el melón, pues lo primero que hizo fue criticar la mampara carcelaria y nos sentamos en otro lado; comenzó a preguntarme por detalles sobre el uso de software para edición, entre otras especificidades.
Regresé a la salita bla, bla, bla... y no tardó en salir una chava muy cortés (con las uñas larguísimas y pintadas de forma artesanal, que me hizo pensar: “¿a qué hora duerme?”): me entregó una hojita con los documentos que debía presentar para el contrato y preguntó: “¿Podría venir a partir de mañana?”
Estuve a punto de decir que sí, pero argumenté que aún debía entregar algunos pendientes en la editorial (el mugre libro de Biología del que algún día habrá crónica: “Auge y caída de un libro inexistente”), pero sobre todo porque ese día era el concierto de Dylan, lo que anunciaba peda posterior, desvelo y demás menesteres.
Al salir, se confirmó una vez más lo que me ha ocurrido siempre: toda expectativa es desquebrajada por el peso de los acontecimientos. Aunque trato de llegar como sugería Chesterton (“...nada esperes, ni siquiera/ en el negro crepúsculo la fiera”), terminan por invadirme los prejuicios y la mayoría de las veces (salvo cuando es indispensable estar titulado para obtener empleo) yo mismo me saboteo.
A partir de entonces me levanto a las 5:30 de la madrugada (ándele: primera disciplina para un huevón nocturno), y aún así apenas llego derrapando a las 9.
Dejé el bastón (aunque hay días en que me duele el pie como si acabara de esguinzarme de nuevo) y he vuelto a recuperar uno de los mayores placeres de esta vida: leer largo y tendido mientras viajo en transporte público.
Mi nueva chamba me sirve de terapia: reviso o redacto textos de carteles, cartas o promociones publicitarias; se aprueban mis propuestas casi a la primera (pocas veces hay modificaciones); se producen y a otra cosa. Ver algo que se concreta me va devolviendo la confianza, pues en la editorial (luego de batallar durante casi un año con libros de Ciencias y hacer correcciones interminables que terminaban, por alguna extraña razón, tal cual como los había propuesto en un principio) llegué al extremo de no ver lo más evidente de un texto con errores garrafales (sobre todo de sentido).
Creo que no pude encontrar mejor opción: los que ahora son mis compañeros de trabajo me integraron de volada y son bien alivianados, nadie me cuestiona por lo que hago y están a gusto con los resultados y, lo más fabuloso de todo: no se dejan pendientes para otro día: todo se resuelve, así sea a las 9 de la noche, ahí mismo.
¿Qué más le puedo pedir a la vida? (NO se aceptan sugerencias: quiero disfrutar de esto que siempre pensé era un mito y que algunos llaman “estabilidá”.)

6 comentarios:

Dorix dijo...

Estabilidad, guau. Pos, muchas jelicidades, oiga asté.

Por cierto, arreglarse las uñas no quita el sueño, una suele tomarse una tarde para ir a que le decoren las uñas.

Saludines.

Ana dijo...

"mas inadapatado que ajolote en el desierto" ... conozco poca gente con esa capacidad de autodefinirse, me cae.

Que esta vez le dure la emoción (con y sin albur) beso
ana

Maya dijo...

Y los caminos se vuelven a cruzar...
Se extraña su presencia. se extrañan las butacas. se extrañan los sonidos que emite la voz que emiten las palabras que emite mi risa. Y da gusto la emoción con que escribe, da emoción que escriba otra vez...
ya da miedo ya haberse hecho a la idea de su ausencia....

Ana Jácome dijo...

Totalmente de acuerdo, los largos trayectos en transporte público no son más que una excusa para una amplia y deliciosa lectura.
un abrazo

dijo...

en una hora mas o menos las uñas quedan de ma-ra-vi-lla y con el cuidado adecuado, duran hasta un mes =)

entonces ya tiene uste trabajo? que bien!!

lozadri dijo...

LA ERA DEL BASTÓN... PARTE I

Esta es una historia que trata sobre un viejo joven, quizá de un joven algo viejo.

La leyenda dice que trás lastimarse karmicamente el tobillo, inicio pintorescas jornadas laborales en una empresa de publicidad.

Fue en ese cómico-mágico-musical en donde al fin encontró descanso a su ajetreada vida; ser piojo tenía un nuevo sentido.

CONTINUARÁ