lunes, 31 de marzo de 2008

"negro" pasado

Entre los varios oficios que he ejercido (algunos por gusto, otros por morbo y los más por necesidá), está el de "negro". Para los que no estén acostumbrados a la jerga librera o letrosa, un "negro" es aquel que se ofrece como "escritor fantasma" -por lo regular esto ocurre cuando uno es joven y tiene una gana imperiosa por aprender el oficio y está dispuesto a hacer lo que sea con tal de lograrlo- al ser asistente de alguna connotada (o no tanto) "autoridad" en el tema. Y lo que comienza como un juego -la verdad es bastante divertido ver los textos de uno publicados en periódicos, revistas o incluso libros bajo el nombre de otros-, termina por volverse frustrante, pues quién es uno para opinar sobre tal o cual tema, si "a ti ni quien te conozca. O a ver, ¿dónde están tus publicaciones?"
Buscando los cuentos de un amigo que me ofrecí a editar desde hace varios años -y que siempre se pospone por eternos imprevistos-, me encontré con un disquete que contenía algunos artículos de hace más de 10 años.
Escribí este prólogo para un libro de testimonios sobre la invasión de Estados Unidos a Panamá. El acuerdo es que yo recibiría el pago por el mismo (ajá) y un ejemplar del libro (del que hasta la fecha no he visto ni la portada). Por lo que sea: lo muestro tal como lo escribí -creo que tuvo posteriores modificaciones de mi negrero- y no me preocupa que algún ocioso encuentre el libro en cuestión y eso suscite algún chisme;
lo más seguro es que pase como hasta el momento: totalmente desapercibido por el múltiple engaño: no sólo el que hicimos mi negrero y yo -a su público y, no sólo a este editor, sino a múltiples publicaciones periodísticas, de literatura y a infinidad de ingenuos que pensaron que se llevaban "unas palabras de su ídolo"- al proceder de esa forma durante casi dos años, sino el que me hice pensando, ingenuamente, que confundía a los demás, cuando sólo me traicionaba a mí mismo al suplantar otra identidad.


La historia fragmentada

La ciudad se llenaba de guerreros apiñados.
No se habían atrevido a esperarse unos a otros fuera de la ciudad durante mucho tiempo y reconocer quien había huido o muerto en el curso de la batalla.

La Iliada. Homero

En la ciudad de Panamá, al final de un malecón junto al Océano Pacífico, hay una estatua del cura guerrillero mexicano José María Morelos. En esta estatua de verde bronce, Morelos adopta una pose bonapartista (con la mano a la altura del estómago), como si fuese conciente de lo que Napoleón Bonaparte dijo de él: “Dadme quince Morelos y conquistaré el mundo”.
Carlos Fuentes, nacido en Panamá, afirma que al preguntarle a los panameños de quién era la estatua, le respondían que se trataba (tal vez por la pañoleta en la cabeza) del pirata inglés Henry Morgan.
Cuentan que cuando el pirata Morgan asoló por primera vez estas tierras, lo hizo apenas con un puñado de hombres. El gobernador de aquel entonces quedó tan sorprendido que le pidió un arcabuz como recuerdo de la hazaña. El bucanero, inglés al fin y al cabo, accedió a la petición y antes de entregarle el arma le advirtió: “Volveré por él en un año”. Dos años después, en 1671, entró a la ciudad con dos mil hombres armados hasta los dientes, destruyeron e incendiaron cuanto vieron a su paso. La ciudad quedó reducida a cenizas, por lo que tuvieron que reconstruirla en otro sitio, el que ocupa actualmente. Antes de que se fuera con sus embarcaciones repletas de oro y joyas preciosas, Morgan, inglés al fin y al cabo, mandó pedir disculpas al gobernador por la demora de su visita. Ahí no acaba (ni empieza) la historia de esta “delgada cintura del sufrimiento”, como Pablo Neruda nombró al istmo Centroamericano.
“Del cielo, del infinito, salía una luz, una lengua de fuego que caía sobre las casas y las incendiaba... había sido el avión invisible que describían nuestros hijos y no les creíamos...”
“Mamá, eso es guerra.”
“Pensamos en falsa alarma, como siempre. Siendo ya 20, ¿quién podía esperar tamaña sorpresa?”
“Nos dimos cuenta que no lo era por los bombardeos y por el incendio...”
“A nosotros nadie nos avisó”.
“Era la invasión y no sabíamos qué hacer...”

La noche del 19 de diciembre de 1989 comenzaba una invasión más de Estados Unidos a la ciudad de Panamá. En pleno bombardeo, eran leídos ultimátums en un español centroamericano desde los altavoces de los helicópteros: “Atención, atención, atención... ¿porqué ustedes siguen resistiendo lo inevitable? Su resistencia es inútil... sus vidas están siendo sacrificadas por un dictador corrupto... que ha arrastrado a éste país a una guerra inútil. Estados Unidos no tiene nada en contra de ustedes o de su gente. Ustedes y sus compatriotas están siendo usados como peones en un plan personal... para mantenerse en el poder. Suelten sus armas y únanse a nosotros para luchar por la libertad... ayúdennos a ayudarlos... a ganar su libertad y democracia...”
“Preferíamos que nos tiraran el edificio abajo antes de bajar...”
“Sí no se rinden, nos veremos obligados a destruir la ciudad y a masacrar a toda la población civil...”

Before you're dead, Visit Panama.
Cole Porter.

La historia de Panamá, como la del resto de América Latina, está llena de agravios, desgracias y heridas que nunca parecen cerrarse. Tal vez por eso el historiador uruguayo Eduardo Galeano tituló así a Las venas abiertas de América Latina.
El dolor, la sangre, el llanto, la impotencia, los gritos, la indignación y (a pesar de todo) la esperanza, son los testimonios de esta historia.
Dice un refrán popular que “la historia la escriben los vencedores, no los vencidos”. Y contra esa máxima de la historia oficial, además de la realidad que nos agobia, hay algo que todavía no puede censurarse: la memoria colectiva.
Nadie tiene más derecho de hablar sobre la historia que quienes la han padecido: las voces de los supervivientes a la catástrofe; los testimonios son más precisos que cualquier crónica periodística por la simple y sencilla razón de que son experiencia vivida.
Ahora, con los adelantos tecnológicos, se pueden transmitir “en tiempo real” los acontecimientos de cualquier parte del mundo en el mismo momento en que suceden. Aquello de “una imagen dice más que mil palabras” se hace realidad a la velocidad del video. Las fotografías también son instantes congelados del tiempo que también narran anécdotas. A pesar de la rapidez con que puede seguirse un evento, estos medios también pueden ser utilizados para distorsionar el contexto de los acontecimientos en beneficio de unos cuantos. Así ocurrió con la invasión a Panamá: lo que en cualquier parte del mundo es una masacre y una violación a la soberanía, con la “contextualización” de los medios, se convirtió en una “causa justa”. La campaña fue tan agresiva que incluso en Panamá, después de la invasión, mucha gente salió a la calle a recibir a las fuerzas estadounidenses con mantas y pancartas: “Gracias por salvarnos”. En el Miami Herald, y en la mayoría de los medios periodísticos de Estados Unidos, destacó la ceremonia luctuosa (con todos los honores) a los “marines que murieron por la patria”. En cambio, los panameños nunca supieron dónde quedaron sus familiares: los cuerpos fueron puestos en bolsas de plástico y arrojados al mar desde helicópteros con “cargas de profundidad” o enterrados en fosas comunes que, hasta la fecha, se desconoce dónde quedaron. Además, los pobladores afirman que se emplearon “armas químicas”, porque cuando levantaron los cadáveres, la piel de los muertos “parecía de gelatina”. Se calcula que hubo entre siete y ocho mil muertos:
“Nadie estaba por recoger a nadie.”
“El sepulturero, al que los gringos le pagaban seis dólares por cada cuerpo que recogiera en el Cuartel Central, le dieron mil doscientos dólares... ¿a cuánto sale?”
“En estos barrios las personas se conocen más por el apodo que por sus nombres y así se les registró; por ejemplo: Platero y su mujer”.
En la “causa justa” (como la llamó el expresidente George Bush), participaron cerca de 40,000 efectivos militares por parte de Estados Unidos, sin contar a los mercenarios y a los “efectivos militares” de Honduras y el Salvador. Hay testigos que confirman la participación de mexicanos. Los panameños contaban apenas con cuatro mil personas dentro de sus fuerzas que, días antes de la invasión, fueron desarmadas por el intento de golpe de Estado en octubre del mismo año. Las armas con las que intentaron defenderse eran convencionales y no se comparaban con la parafernalia de tanques, helicópteros y bombarderos estadounidenses.
En las primeras 12 horas de la invasión fueron lanzadas 417 bombas de alto poder (5 de 500 libras); cada una produjo oscilaciones de 1.7 en la escala de Richter.
Sería en vano pretender hace un resumen o una narración de cuanto aquí se dice. La historia es de quien la vive y no de quienes pretenden imponerla, y las voces aquí recopiladas hablan mejor que nadie: por sí mismas. Aquí se cuenta lo que pasó como si estuviera ocurriendo en estos mismos instantes. Y esto es así por que el pasado está vivo, como lo afirma el ensayista uruguayo Eduardo Galeano: “El divorcio del pasado y el presente es tan jodido como el divorcio del alma y el cuerpo, la conciencia y el acto, la razón y el corazón”.
En 1964 veintitrés muchachos fueron acribillados cuando intentaban izar la bandera de Panamá en suelo panameño. El comandante de las fuerzas estadounidenses de ocupación declaró con orgullo: “Y sólo se usaron balas para cazar patos”.
Hoy los niños panameños ponen banderitas en el suelo mientras corean: “¡La patria no se vende, la patria se defiende!”
Si en el tiempo de Vasco Núñez de Balboa se “aherrojaba y despojaba en nombre de Dios”, ahora se hace en nombre de la “democracia, la libertad y la modernidad”.
En un video realizado por TV UNAM sobre la invasión de Estados Unidos a Panamá, una señora muy humilde se pregunta (¿o nos pregunta?): “¿Justicia para quién, democracia para quién? ¿Para los que están en la fosa común o para los que están en el gobierno actual? ¿Para los que pasamos hambre y miseria o para quienes lo tienen todo?”
En el mismo video, otra mujer se acerca a los militares estadounidenses:
¬¬¬¬—Y quiero decirles que a ustedes los han mal informado, porque la vida de ningún ciudadano panameño ni norteamericano están cuidando aquí, porque así como hicieron ese ejercicio de “evacuación...”
—¿Quién quiere hablar? –la interrumpe un soldado con aire despótico.
—Yo quiero hablar –contesta la señora, sin permitir que le vuelvan a arrebatar la palabra–. Porque tengo las dos nacionalidades y quiero decirle que es una falacia... –al tiempo que le enseña sus credenciales.
—Usted puede hablar con otra gente, nosotros... –con gesto despectivo–, nosotros no estamos dispuestos a responderle nada...
—¡Pero lo que yo quiero...!
El soldado le da la espalda y alguien la sujeta del hombro antes que ocurra algo peor. Sin embargo, la señora alcanza al militar y lo encara furiosa:
—¡Yo lo que quiero es que en la televisión de “mi país” vean, que vean que esto es mentira, que no están protegiendo la vida de ningún ciudadano aquí. Esto es un hospital y no es de ustedes, así que están violando los tratados Torrijos-Carter aunque digan que no!

La frase de que “quién olvida su pasado está condenado a repetirlo” no es sólo una advertencia, sino la constante que se repite al igual que una condena.
Los motivos de la invasión (para variar) fueron económicos.

Todo por el canal
En el siglo XVI Felipe II prohibió cualquier intento de construir el Canal bajo pena de muerte: “El hombre no debe separar lo que Dios unió”.
En 1848, cuando se descubrió oro en California, el istmo volvió a adquirir la importancia comercial que tuvo en la época colonial. Las empresas estadounidenses, debido a los problemas que representaba el transporte terrestre, construyeron el ferrocarril transístmico que arrancó hasta 1855. En ese mismo año el istmo quedó erigido como Estado Federal con amplia autonomía local.
Al crearse Estados Unidos de Colombia en 1863, los gobernantes de los estados recibieron el título de presidentes. De 1863 a 1866 se sucedieron veintiséis presidentes al frente del Estado y sólo cuatro completaron su periodo. Con la Carta Constitucional de 1886 volvió el centralismo y los estados se convirtieron en provincias de Colombia. En 1878, el gobierno colombiano firmó un contrato con el ingeniero Lucien-Napoleón Bonaparte, sobrino nieto del célebre “emperador de Europa”, quién finalmente traspasó la concesión a la Compañía Universal del Canal Interoceánico, presidida por Ferdinand Marie de Lesseps.
En 1880 se iniciaron los trabajos pero, una década más tarde, las irregularidades administrativas y la fiebre amarilla que diezmó a los obreros, condujeron a la quiebra de la empresa en medio de un escándalo internacional. Lesseps y su hijo Charles fueron condenados a prisión por malversación de fondos. La sentencia no se ejecutó y terminaron pagando una multa.
Con apenas 33 kilómetros construidos y sin capital para proseguir la obra, se ofrecieron los derechos a Estados Unidos de América.
Después de largas negociaciones, se firmó en Washington el tratado Hay-Herrán en enero de 1903, que en el mes de junio fue rechazado por el congreso de Bogotá.
Ante la negativa del Congreso, se formó un grupo encabezada por José Agustín Arango para estudiar, planear y llevar a acabo “una Revolución”, que tenía como fin la separación del territorio istmeño de la soberanía colombiana y negociar directamente con los Estados Unidos la construcción del canal. El doctor Manuel Amador Guerrero viajó a los Estados Unidos y regresó al istmo con “seguridades de que aquel país intervendría en favor de la Revolución”.
Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, decía que “la guerra purifica el alma y mejora la raza”, y como era un hombre de esos que hacen lo que piensan, envió “unos cuantos marines a concretar la independencia de Panamá”. En 1912, ya premio Nobel de la Paz, recordaba en voz alta “como había inventado a Panamá: I took the Canal”.
Proclamada la independencia de Panamá el 3 de noviembre de 1903, varias unidades navales de los Estados Unidos impidieron, por órdenes del presidente Roosevelt, el desembarco de tropas colombianas en Panamá y Colón. Los estadounidenses reconocieron de inmediato a la nueva Nación.
Manuel Amador, ya presidente de Panamá, desfiló entre banderas estadounidenses mientras era llevado en hombros por las calles.
El 18 de noviembre de 1903 se firmó el tratado Hay-Bunau-Varilla en la Casa Blanca, por el cuál Panamá cedió un millón cuatrocientos mil kilómetros cuadrados de su territorio y la administración del canal (a perpetuidad) para Estados Unidos. En representación de la república recién formada estuvo Philippe Bunau-Varrilla, un ciudadano francés.

La metafora incesante
Según las autoridades, el Canal regresará a dominios de Panamá antes del año 2000.
Galeano está convencido de que “la historia es una metáfora incesante”. Tal vez por eso Neruda se quemaba las pestañas buscando las metáforas más bellas que le pusieran a uno “la carne de gallina” y arrancaran suspiros “más largos que un tren de carga”.
En la escuela nos enseñan a aceptar la historia como se muestra en los libros; cuestionarla es casi un crimen. Pero ahora hay una historia que no sólo se pone en duda, sino que se reescribe. La gente ha empezado a reconstruirla, la asume y defiende con lo único que tiene: su dignidad. Y es esta actitud, esta resistencia la que genera libros como éste: escritos por diversas voces que exigen su derecho de que se tome en cuenta su versión de la historia. Además de la crónica a voces, éste es un libro de imágenes, de relatos que se ven, de fragmentos. Una historia fragmentada en muchas historias, mas no por ello dividida.
Las imágenes también se leen y las anécdotas aparecen como pequeños cortes cinematográficos que se van intercalando con las memorias de otros sin perder su identidad propia.
Es un libro de muchos, un libro para recordar porque la historia es eso, recordar detalles, fragmentos, palabras...
Mientras tanto, a la orilla del mar, las mujeres arrojan flores en recuerdo de sus muertos y parece que el único testigo permanente es esa estatua de Morelos que, como convidado de piedra ve pasar los días y sus noches y sus personas como si nada hubiera pasado, con la mirada en la mar.
“El cambio se quería, sí, pero no de esa forma.”
“Si Noriega era el objetivo y sabían que en ese lugar no estaba, ¿porque destruyeron (el barrio) El Chorrillo? Ahora sabemos que lo quieren convertir en área turística, en área de inversiones extranjeras.”
“No vamos a descansar hasta saber en dónde están las fosas comunes, esas bolsas que parecen de basura en las que sepultaron a nuestros muertos sin cristiana sepultura”.
“Ahora... ahora no tengo palabras para expresar lo que siento...”


Agosto 1997

6 comentarios:

Dorix dijo...

Plop. Toy impresionada.

Dorix dijo...

Asómese asté a mi bló, que le dejé un regalito.

guajolota dijo...

Uy, eso de ser "negro" es como los que hacían las voces de los Garbaldis o de Milly y Vanilly, pero no más que en el mundo de la letrada... De verdá que en todos lados se cuecen habas.

Saludos!

Maya dijo...

Exactamente, me has recordado a los Milly y Vanilly. Ya me habrás de contar la historia completa, cuando ud. se digne a tener tiempo...
Un beso y un abrazo

Moralu dijo...

Los negros siempre son los mejores...
Sin el artista el cuadro jamàs existe, no se pinta solo.
Mejor es firmas nuestras propias pinturas..
Un saludo grande!!.. :D

Salvatore dijo...

No seas cabrón, yo soy el amigo a quien le has prometido publicar ese libro que mencionas.
¡Seas cabrón!